miércoles, 11 de diciembre de 2013

Pilotar nuevas estrellas

        
 Las estrellas aparecieron de pronto pero sin la gracia de siempre. La vía láctea que Mario le presentó en otro año parecía entrar por su garganta mientras la sangre de su cuerpo huía en medio de la noche y se mezclaba con la tierra inerme. La primera gota quedó sobre el asfalto, o eso creía, pues en ese preciso momento le era imposible recordar cómo es que había terminado ahí, en esa zanja a la vera de un camino y mirando incrédulo las estrellas. El ruido de la sangre al brotar de su cuerpo y comulgar con la tierra lo engatusaba pero imaginar que podía ahogarse en ella lo aterró. Quería pensar, recordar su existencia o al menos suponer que no moriría porque las imágenes sobre su vida, aquellas que supuestamente aparecen cuando ya no se necesitan, parecían estar ocultas y muy lejos de lo que sucedía en ese momento.  
            Un viento tibio le robó los sentidos, le obligó a cerrar los parpados y lo llevó a través de algo muy parecido al tiempo. Algo que entre otras cosas carecía de angustias primitivas. Se vio a sí mismo en un pasado remoto, acaecido unas horas apenas. Un pasado que contenía una trascendencia infinita y descomunal. La habitación era la misma a la que su memoria se aferraba con afiladas garras y a la que reconocía como algo más cercano a un recuerdo. Era él pero diferente y estaba sentado sobre la cama donde se le derramaron infinidad de sueños. Leyó sobre su propio rostro el cansancio de los días adolescentes y algunos posteriores; de los días en los que ya no hay cinco soles sino diez y cada uno parece tener su propio infierno. Su rostro le devolvió un desconsuelo que nunca antes había visto y repentinamente aparecieron dos fulgores como ojos. En sus antebrazos vio chispas de miedo y culpa. No recordó por qué y simplemente fue testigo de cómo una decisión se desvistió las incógnitas; se introdujo por sus oídos y descansó en el interior de lo que pensaba era su conciencia. Su mano derecha tomó la liga y arremangó, del brazo izquierdo, la camisa de cuadros verdes, morados y dispares. Luego tomó la jeringa y tras perseguir y encontrar una vena dispuesta inyectó el último pinchazo. Un par de segundos después la noción de sí mismo como parte esencial del tiempo se diluyó. Se sintió reducido a mil pensamientos y una fuerza de atracción ilimitada lo hizo introducirse en la mente de aquel que fue alguna vez. De un momento a otro pudo habitarse de nuevo; reconocer sus sensaciones y sus sentimientos, sus recuerdos y sus olvidos. Pudo reconocer millones de actos y millones de segundos que ya no sucederían. Volvía a ser él otra vez pero diferente. Mejor dicho, eran miles de él en diferentes momentos y circunstancias dentro de su propio cuerpo, lo que le brindaba un sinnúmero de perspectivas propias y del mundo; lo que constituía una sabiduría inmensa, que lo sofocaba y le hacia recordar el deseo de morir bajo las estrellas.
            El vuelco que sufrió el mundo no le sorprendió. Había adquirido una nueva percepción de las cosas, de sí mismo y del futuro combinado con el pasado y, acostumbrado a la penumbra, agradeció poder caminar en la noche, bajo el cielo estrellado y a mitad del campo. Imaginando que todo sería mejor caminó seguro, con pasos que jamás había pronunciado de forma tan resuelta hasta el momento en que percibió la luz. Era amarilla y resaltaba en la negrura de la noche. Sus ojos llegaron al piso para descubrir la línea blanca y discontinua de una carretera perdida. Entonces esa luz poco a poco se convirtió en una masa de hierro que decidida, se le iba encima y lo embestía. El golpe recibido a la altura de la cadera no fue tan doloroso como el hecho de, al momento de volver el rostro, ver su propia cara tras el volante del automóvil que le traía la muerte, la misma cara de uno de los miles él en que se había disuelto. Supuso entonces que algún otro lo veía volar, dar vueltas en el aire y preguntarse de nuevo la misma pregunta que se había hecho siempre y para la que nadie tenía una solución. Intuyó que tal vez esa pregunta era la vida misma y ésta terminaba cuando alguien descubría la respuesta o simplemente dejaba de preguntar. Pero eso a él, o a todos los que eran él, ya no le interesaba.
            La caída fue más rápida que el ascenso, las piedras lo recibieron como ortigas despechadas y un pedazo de lámina en medio de la zanja oxidada por el sol, el agua y la soledad se le incrustó en la espalda y probablemente llegó hasta el corazón. A la orilla de la carretera corría una zanja de un metro de profundidad, como un río desaparecido y que nadie ha echado de menos y ahí fue donde precisamente terminó su organismo. Cuando su cuerpo tocó tierra sus representaciones acudieron a él. Sintió fluir la sangre hacia afuera y de nuevo el miedo a ser ahogado por ella lo invadió. También lo llenó de terror creer que permanecería en este círculo mortal pero alguien le dijo desde un lugar remoto que la sangre no alcanza para una eternidad. Conforme se le vaciaba el cuerpo se le vaciaban también los pensamientos. Lentamente cerró los ojos y pudo ver cómo las estrellas le abrían camino en el espacio.
            En la mañana de un día cualquiera su madre subió hasta la habitación. No se había levantado y sobre el suelo una gran capa de rojo había transformado el verde de la alfombra. El cuerpo presentaba varios golpes y una abertura en la parte posterior, abertura que alcanzó a rozarle el corazón. El parte policíaco habló de una puñalada y golpes mortales achacados a un maleante que había entrado no sabían por dónde. La sangre que se le había vaciado era un líquido lechoso de un rojo intenso que adornaba el piso de su recámara. Sin saber porque, su madre lo imaginó en una zanja a la vera del camino, donde es mentira que se erige una capilla pero afortunadamente, tanto dolor le cegó esta visión.  


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