lunes, 25 de febrero de 2013

Lectura diáfana del olvido


Tres días antes cumplió 65 años y justo entonces comenzó a leer otro libro, uno que había descansado largo tiempo en su modesta biblioteca: la biografía novelada sobre una escritora inglesa. 
          La tarde caía lánguida, allá afuera donde muchas veces actuó de acuerdo a lo que le impusieron los tiempos y sus ansias confundidas con deseos, donde suponemos que la vida corre sin darnos cuenta cabal de lo que nos pasa adentro.
          Una hora después y casi al final del libro, cuando por lo regular se espera que todo haya valido la pena, encontró una frase detonante: se metió una piedra en el bolsillo de su abrigo, camino hacía el río y se ahogó. Entonces se dio cuenta de que había olvidado sobre quién se trataba esa historia, y un segundo después, ya no se sorprendió cuando supo que también había olvidado lo que decían las páginas anteriores. El olvido no puede llegar tan pronto, imaginó. Luego recordó un pensamiento que, paradójicamente, creía olvidado ya. A dicho pensamiento siempre lo había visto más como un augurio que como otra cosa y era relativo a percibir al ser humano como un ser efímero; un ser que al llegar a cierta edad se debe resignar a vivir con el olor de la vejez pero tal vez nunca con el de la pérdida. Quiso recordar otras cosas, otros pensamientos y claro, otros olores pero encontró que todo lo que se sabía de memoria ya no lo recordaba igual que en épocas anteriores.
          No tuvo miedo, se dijo a sí mismo que muchas cosas llegan con la edad y por supuesto, una de ellas era el olvido en todas sus vertientes; y si todo esto va a degenerar en muerte, lo mejor será conservar cierta capacidad para percibir y decidir -como aquella persona de la que se hablaba en el libro- antes de que poco a poco hasta el significado de la palabra morir llegue a ser desconocido.