sábado, 26 de julio de 2014
viernes, 25 de julio de 2014
Quema, aquel esperma.
Me preguntas por nuestro final, por cómo será. Trato de ser optimista y hasta cómico pero una descarga cerebral tuya reacomoda las cosas:
—No mames, has leído suficientes novelas para saber que todo tiene un final.
Callo por intuición, por "animalidad", pues reacciono por instinto cuando siento peligro. Algunas veces lloro (así soy de débil). Callo entonces porque noto tu desesperación, porque descubro que sabes casi todas mis respuestas pero las repites y las enfrentas con hartazgo. Porque has mencionado todos mis defectos de memoria; porque últimamente el celular se ha vuelto tu confidente, o algo más; porque empieza a doler. Y puede que me notes impasible, más en el fondo sabes que pronto me derrumbaré y será difícil. Obvio eso no te frenará, no tiene porqué hacerlo.
"¿Acaso el amor se te acabó cuando dije sí, mientras te vaciabas en mi torso y preguntabas si te pertenecía completo?"
Busco tu mirada sin encontrarla y entonces bajo la ventanilla del coche; el verano se acerca, el infierno ya empieza a calar.
—No mames, has leído suficientes novelas para saber que todo tiene un final.
Callo por intuición, por "animalidad", pues reacciono por instinto cuando siento peligro. Algunas veces lloro (así soy de débil). Callo entonces porque noto tu desesperación, porque descubro que sabes casi todas mis respuestas pero las repites y las enfrentas con hartazgo. Porque has mencionado todos mis defectos de memoria; porque últimamente el celular se ha vuelto tu confidente, o algo más; porque empieza a doler. Y puede que me notes impasible, más en el fondo sabes que pronto me derrumbaré y será difícil. Obvio eso no te frenará, no tiene porqué hacerlo.
"¿Acaso el amor se te acabó cuando dije sí, mientras te vaciabas en mi torso y preguntabas si te pertenecía completo?"
Busco tu mirada sin encontrarla y entonces bajo la ventanilla del coche; el verano se acerca, el infierno ya empieza a calar.
domingo, 13 de julio de 2014
Me acuerdo, me acuerdo.
Hubo siete días en los que el pueblo solo hablaba de recuerdos. Única
y exclusivamente de recuerdos. “Me acuerdo, te acuerdas, nos acordamos” y así
durante una semana completa. Nadie lo podía controlar, era como si el pasado se
vengara de nosotros haciéndonos creer que después de todo vendría un porvenir.
sábado, 12 de julio de 2014
Desborde
Aunque ya existía el permiso sobre el amor yo, únicamente, me
enamoré una vez. De María y ella de mí.
Duramos juntos muchos años y no pudimos engendrar pero eso nunca nos importó.
Ni eso ni las habladurías de la gente sobre este amor, del que decían, parecía inconcebible.
Yo no creí eso hasta que María se me murió de amor. Se le desbordó. Así lo dijo
el doctor y yo le creí a pesar de no conocer a nadie que hubiera muerto por la
misma causa. Ella se dejó morir sabiendo que yo sufriría, y con tanto dolor, al
principio quise tomar también ese camino. Seguirla. Pero una duda y un recuerdo
me lo impidieron. La duda estaba en pensar si de verdad nos encontraríamos
luego de muertos; el recuerdo fue siempre su sonrisa.
domingo, 6 de julio de 2014
Una fractura en el tiempo
En la madrugada se creaba, detrás de
pequeñas montañas y sin temor, una canícula amarillo-naranja, casi roja y
nuestro protagonista despierta de pronto. Ha soñado El milagro secreto sin saberlo y por lo tanto lo olvida de la misma
manera. Él no suele confundir la realidad con el sueño, tampoco cree en la reencarnación
ni en la materialización de lo inexplicable o lo paranormal, sin embargo, esta
vez el tiempo y el espacio han sufrido un revés; se han conjugado para mezclar
el futuro con el presente y un poco del pasado creando así un conflicto
tempo-espacial. La validez del raciocinio pierde autoridad y lo fantástico
extiende su dominio, se adhiere a sus células la noche anterior cuando entre
sueños retoma historias lejanas, contadas por sabios, chamanes o ciegos mil
años atrás. Historias míticas, de variaciones y hechos que el tiempo desfigura
y reacomoda sin explicación. A pesar de ello, por las mañanas él no recuerda lo
que ha soñado y cree que el mundo es esto: lo real, solamente lo que se puede
ver y tocar. Con desaliento deja la cama, se dispone a tomar un baño y tal vez
a masturbarse como cada tres días pero hoy ese manoseo no resulta gratificante
y se conforma con unas simples caricias que le ayuden a limpiarse la modorra
mientras el agua caliente le resbala por el torso. El inicio del día parece ser
tan común como lo permite la rutina y baja, ya vestido, a la cocina para
desayunar solo un poco de cereal y dos tazas de café con el aroma de siempre.
Es este un día igual a los demás, tanto que resulta difícil diferenciar los
años que pasan o el número que tiene el día en el calendario de la pared. Sólo
permanece con una claridad demasiado precisa el horario que tiene cada lapso de
luz; las horas en el transporte publico, en la oficina, en la sala de espera
del dentista. Esas horas son las mismas cada día en el mismo lugar cada semana.
Así hasta contar años desperdiciados o cuentas bancarias repletas de soledad.
Pero esto no lo sabe nuestro protagonista, ni siquiera lo intuye o, peor aún,
lo recuerda. Para él la rutina se ha convertido en compañera, esposa y amante;
es el matrimonio que desapareció sin que lo percibiera; es su puta, a ella la
desea, la toca y la posee cuentas veces le surgen las ganas. Se ahoga en ella y
lo disfruta, tal vez porque ha superado lo impensable, porque se ha cansado de
buscar lo que perdió y no ha vuelto a encontrar. Pero esto tampoco lo sabe pues
con el triunfo bien disfrazado se ha ido un poco la percepción que tenía del
mundo. Así, disfruta beber el último sorbo de café y al salir echa una
orgullosa mirada a su hogar, a sus muebles rebosantes de falta de uso, de
olvido que a veces se recuerda, al portarretratos de la mesa de estar. Un
portafolio pende de su mano izquierda que parece más un amuleto que otra cosa.
En él conjunta casi toda su vida, contiene pólizas y dinero que difícilmente se
podría conseguir con facilidad; también el secreto que lo ha conducido al éxito
de manera directa y sin escalas y además, dos fotografías.
El
pedazo de esta mañana es tan parecido al de ayer que todo transcurre sin más
alteraciones que el anciano que sube al transporte público para cantar una
canción deprimente. Por suerte, baja pronto y entonces el descenso en aquella
parada, lejos del centro de la ciudad se vuelve un espacio conocido. Como cada
mañana, llega al pequeño súper que se encuentra frente a su lugar de trabajo,
en la parte industrial y más americana de la ciudad para comprar otro café y
tal vez el periódico, éste último solo por compromiso con alguien que ya no
está y pensando inconscientemente encontrar un par de rostros desaparecidos.
Luego
de atravesar las puertas de cristal, que bien podrían ser las puertas de la
percepción o el umbral de lo desconocido, se acerca hasta la maquina
despachadora del café y se sirve un vaso grande, sin azúcar y sin crema.
Mientras observa ese oscuro líquido transitar una caída sin mucho abismo; avanzar sin hacerlo y volver sobre lo que
deberían ser sus propios pasos hasta convertirse en un remolino pequeño, en una
vorágine que absorbe su atención y detiene el tiempo, que colma por unos
segundos pero insistentemente un vaso vacío, entran tres sujetos al
establecimiento. No advierte el vórtice pero sin duda las sensaciones no lo
abandonan, por el contrario, lo saturan igual que el café acaba de colmar el
vaso. Intenta saber algo pero inmediatamente olvida el intento y vuelve a la
realidad. Los gritos lo atraen con la violencia adecuada para darse cuenta que
solo están él y el dependiente, que éste es asaltado y que por todos lados
corroe peligro. Presiente el acercamiento de dos maleantes y solamente puede
pensar en dónde ocultar su maletín. A lo largo del pasillo en el que se
encuentran galletas y frituras ve moverse, hacia él, dos figuras con pasos de
los que a alguien le dio por llamar decididos. Hasta el final distingue los
ojos sorprendidos del dependiente y sus manos obedientes a sí mismas entregar
el dinero que jugaba en la caja registradora y que ahora también se ha puesto
serio. Se pregunta si no hay más empleados, si no existen compañeros de trabajo
en este lugar; quiere con todas sus fuerzas recordar a más personas, como si
con este pensamiento lograra hacer que sí, que de la nada existen y en este
preciso momento están llamando a la policía. Pero no, no hay nadie mas y los
pasos lo persiguen a pesar de que el no corre por mas que lo desee. Busca un
lugar, un espacio donde guardar su preciado portafolio. Desciende su mirada
hasta el vaso con café, ese que le ha calentado el estómago y muchas noches y
entonces encuentra un cajón vacío, justo bajo la maquina que lo ha provisto de
vida durante mañanas inmemoriales y al parecer inagotables. Con la rapidez de
un anhelo soñado millones de veces guarda su tesoro. Los delincuentes lo
atacan, traen armas de fuego y no se da cuenta del momento en que el silencio
se hizo tan fuerte. No escucha, simplemente intuye. Se da cuenta de que le
piden la cartera y la entrega sin remordimientos ni culpas porque en realidad
no le interesa. No escucha los gritos pero levanta las manos y entiende que eso
era lo que pedían. Tampoco oye que le ordenan sentarse en el piso y esconder su
‘pinche jeta entre los brazos y las piernas, hacerse un nudo y no mirar’. De
pronto se encuentra a sí mismo en el piso y enrollado como recordando un
vientre materno.
Después
todo se oscurece y sus ojos contemplan al café recorrer una caída sin mucho abismo;
avanzar sin hacerlo y volver sobre lo que debieran ser sus propios pasos hasta
convertirse en un remolino pequeño, en una vorágine que absorbe su atención y
detiene el tiempo, que colma por unos segundos pero insistentemente un vaso vacío
mientras entran tres sujetos al establecimiento. No advierte el vórtice pero
sin duda las sensaciones no lo abandonan, por el contrario, lo saturan como el
café que acaba de servir en el vaso. Intenta reconocer algo pero inmediatamente
olvida el intento y algo lo lleva de nuevo a otra realidad. En los gritos
presurosos de los maleantes que entran para asaltar el pequeño comercio
advierte signos de un pasado y un futuro y a fuerza de reconocer algo que no
conoce, se paraliza. Se da cuenta de la soledad, de lo fortuito del hecho que
sean solamente él y un empleado quienes conformen la escena, sin embargo deja
estos pensamientos para intentar adivinar. Presiente el acercamiento de dos
maleantes hasta donde se encuentra, sirviéndose un café que tal vez ya esté
frio. Sabe lo que sucederá pero no hace nada por evitarlo y esperando espera
que pase lo que tiene que pasar. Súbitamente recuerda que debe esconder su
maletín. Por el mismo pasillo que da a la caja registradora solamente logra
percibir envolturas de distintos colores y tamaños, supone que son galletas o
simples burlas de la física y la percepción. Los ojos del dependiente,
estupefactos, demuestran incredulidad; se posan en los ojos del ladrón pero
vuelven de inmediato al cajón del dinero. Nuestro protagonista sabe que la
policía no vendrá y busca un lugar para esconder su portafolio. Desciende su
mirada hasta el café que iba a tomar, encuentra un cajón justo bajo la maquina
que lo ha provisto de vida durante mañanas inmemoriales y al parecer
inagotables pero en su interior encuentra un portafolio igual al que carga con
desesperación, reconsidera su sentir porque en realidad es el mismo portafolio
que carga una de sus manos. Con su pensamiento totalmente desconcertado solo
intuye que debe buscar otro escondite. Gira su cabeza para encontrar nada a qué
asirse. Siente correr los segundos por cada pasillo y salir asustados hasta la
calle. Entonces, como un milagro pervertido, logra ver un espacio con el tamaño
justo para esconder su valija. Es un espacio en la estantería de al lado, en la
cabecera de uno de los pasillos con mercancía que queda fuera del campo visual
de los maleantes. Con rabia esconde lo que para él es un tesoro en el preciso
momento en que los delincuentes lo alcanzan sin conocer lo que ha ocultado. Los
delincuentes lo atacan, traen armas de fuego y no se da cuenta del momento en
que el silencio se vuelve algo palpable, tanto que lo reconoce y ya no le teme.
No obstante puede escuchar las palabras y las órdenes y con suficiente calma
las obedece. Como si hubiera entendido de antemano y actuara de acuerdo a un
argumento conocido pero un tanto gastado. Ya casi no intuye, casi no desea que
todo termine bien. Sin relevancia entrega lo que le piden: su cartera, la que
suponen es lo único que tiene en este momento y él, a sabiendas de que solo
contiene credenciales, la extiende entre sus dedos casi con alegría. Escucha
con una tranquilidad que asombra la orden de levantar las manos y obedece. Oye
que le ordenan sentarse en el piso y esconder su ‘pinche jeta entre los brazos
y las piernas, hacerse un nudo y no mirar’. Lo hace y ni siquiera entonces pasa
por su mente la mínima parte de la idea, de la sospecha, acerca de cuantos años
o segundos han pasado desde que esto ya le sucedió. De hecho ni siquiera
imagina si esto ya fue pero de pronto se encuentra a sí mismo en el piso y
enrollado.
Después
todo se oscurece y sus ojos contemplan el café recorrer una caída sin mucho
abismo; avanzar sin hacerlo y volver sobre lo que deberían ser sus propios
pasos hasta convertirse en un remolino pequeño, en una vorágine que absorbe su
atención y paraliza el tiempo, que colma por unos segundos pero insistentemente
un vaso vacío. Entonces entran tres sujetos al establecimiento. No advierte el
vórtice pero sin duda las sensaciones no lo abandonan, al contrario, lo saturan
como el café que satura el vaso perceptible y contundentemente. Sabe algo pero
inmediatamente olvida que lo sabe y su rostro adquiere la certeza de que la
realidad se ha convertido en algo que ya no puede llevar ese nombre. Más que
oír, logra ver los gritos esparcirse y flotar por el aire hasta llegar al
techo, donde se detienen y giran como nubes negras para evaporarse con
posteridad. Los ladrones amedrentan el espacio y entonces logra ver en los ojos
del dependiente del mini súper cierta complicidad, como si ambos supieran que
lo próximo no esta tan lejos pero tampoco tan cerca. Prefiere no pensar en la
policía pues teme que este pensamiento pueda robar el lugar de uno con mayor
importancia. Piensa que poco a poco estos minutos lo alejarán de las
adivinanzas y lo acercarán a la certeza de lo que fue, en otro espacio y en
otro tiempo, y entonces sabrá qué hacer en el momento preciso. Como observando
desde la parte superior del mundo, advierte que dos delincuentes han descubierto
su presencia y entonces recuerda su portafolio. Ha olvidado por completo el
café que hubiera tomado si el tiempo no se hubiera roto. Conocer el suceso
inmediato hace que ni sus piernas ni sus manos obtengan un poco de movilidad. Vuelve
a recordar su preciado maletín y busca un lugar en el cual resguardarlo para
alguien mas, para alguien que advierta las cosas en otro momento, si es que
otro momento llega a existir. El par de sujetos avanza y entonces los ojos del
empleado le dicen que ya no más. No entiende, tal vez porque los colores de los
empaques que atiborran los estantes comienzan a cambiar de color; pasan de un
amarillo echado a perder a un morado irreverente, luego de un azul pecador a un
rojo inocente y se pregunta si alguna vez llegarán al negro o al blanco total.
Pone la mirada en la maquina del café y en el cajón en el que puede caber su
maletín, lo abre sin seguridad pero con un destello de esperanza. Encuentra un
portafolio ya ahí, uno igual al que le pertenece o le perteneció en otro tiempo
y el significado de la palabra sorpresa desaparece, se complica. Con la
fugacidad de lo impensable se da cuenta que debe buscar otro lugar. Siente
correr los segundos por cada pasillo y salir asustados hasta la calle. En la
estantería del pasillo que tiene al lado logra ver un sitio y le viene a la
cabeza una especie de remoto recuerdo casi a punto de ser olvidado, como desde
un sueño extinto y con un sabor agridulce. Con un movimiento maquinal de su
mano izquierda acerca el portafolio pero enseguida se da cuenta que ese lugar,
el cual podía salvar la situación, lo complicará todo mucho más. En esa parte
de la estantería milagrosa coexiste el mismo maletín que pende de su mano.
Entiende todo sin entender, se frustra y la rabia le brinda algo que su boca no
puede compartir, algo que su memoria no puede aceptar. Su cabeza gira de un
lado para otro y así lo encuentran los bandidos: viendo pasar los segundos por
el aire; reconociendo que lo han traicionado, que algo lo ha traicionado. Lo
primero que le piden los delincuentes es el maletín negro que sostiene con
ahínco sorprendido. Duda. Dos armas de fuego apuntan hacia su cabeza y él se
aferra a la agarradera de su portafolio. Dice “por favor” con un tono que posee
un lamento bajo, como hecho por cortesía, por costumbre, pues logra reconocer
algo del pasado. Quiere sonreír pero no tiene la fuerza necesaria y nunca fue
partidario de la ironía. Uno de ellos grita que entregue el maletín y entonces
él recuerda la cartera. ¿Por qué no la ofrece? ¿Por qué no se la piden? Tal vez
porque eso no pasará pues ya pasó. Todas las incertidumbres se van apagando
frente a su mirada cuando alguien le grita otra vez que entregue el maletín.
Inmediatamente se hace amigo de ese instante, de ese preciso soplo de vida y
reconoce todo lo anterior mas no lo que vendrá. Y en realidad no importa porque
algo dentro de sí le explicó que solamente fue parte de un juego en el que
fungió como remedio, como restauración. Se hace amigo de ese instante porque le
reconoce la importancia de existir. La importancia de que todo exista. Entonces
se escucha un disparo pero él ya no se ve caer a sí mismo sobre las baldosas y
en el medio del pasillo de una tienda donde venden galletas y donde a él le
gustaba ir a comprar café. En esa mañana tardía por confusa, tres ladrones
salen de un mini súper cual arma del destino en una ciudad norteña con un
portafolio y pocos miles de pesos como botín. Salen a la claridad del día,
donde los rayos solares resbalan con tranquilidad otra vez y las sirenas de las
patrullas y ambulancias cantan la canción de todos los días; cuando se piensa
que la vida sigue porque nadie sabe que a veces algo se quiebra y entonces las
cosas se tienen que reacomodar para que tiempo y espacio vuelvan a coincidir.
Nuestro protagonista, ya desde el piso, sobre un pequeño pero prometedor charco
de sangre, abre sus ojos un instante para dejar salir un último pensamiento:
que jamás le gustó interactuar con espejos, ecos ni recuerdos.
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