Cuando Efraín la dejó, Aurelia
sintió que se marchaba debiéndole un abrazo. Luego trató de olvidar pero en cada
ocasión el recuerdo le atormentaba. Nunca más supo de él y la vida siguió
corriendo pero Aurelia guardaba una necesidad, una falta que no entendía y que
en varias ocasiones confundió con un sentimiento mayor.
Los días
le trajeron otros amores, otros hombres y otros abrazos pero todos estos no le
sabían más que a deuda.
Mucho tiempo después, una noche de esas en que
dormía sola y se estaban convirtiendo en tradición, tuvo algo muy parecido a un
sueño: Efraín había muerto horas antes y ella estaba dormida, en esa misma cama
y en ese mismo cuarto, probablemente en ese mismo espacio y tal vez hasta
tiempo. Entonces el hombre del abrazo olvidado apareció, se le abalanzó y
cubrió su cuerpo con un peso tan real que Aurelia gimió. Quiso despertar pero
su cuerpo no le respondía, no la dejaba siquiera gritar pese al deseo tan
grande que tenía por hacerlo. Estaba totalmente imposibilitada, no podía mover
un musculo y la impotencia le trajo ganas de llorar. Tuvo miedo por el mensaje
y la veracidad de lo sucedido y despertó únicamente para llorarle a aquel
hombre que a fin de cuentas y de muchos años, le devolvía lo que ella creía le pertenecía. Volvió a dormir horas después y a la mañana siguiente se levantó con el
corazón pleno de satisfacción.