Instantes después de que Regina entró
corriendo en la sala vio los gritos de su madre rebotar sobre el piso y luego
sobre las paredes, los esquivó y les dijo adiós con la mirada cuando
atravesaron el umbral de la puerta. Con esa misma mirada buscó la de su abuela
y al encontrarla corrió hasta ella, se sentó sobre el piso y apoyó su cabeza en
el regazo de la anciana que ahora tenía una mueca permanente sobre la boca.
Murmuró algo guturalmente y al escuchar los sonidos distorsionados, la niña
pensó que las palabras que salían de esos labios estaban chuecas también y
eran, por tanto, la razón por la cual no las entendía. Esa misma mañana,
mientras ella jugaba a conjugar los números en la escuela, su abuela regresó en
ambulancia del hospital. Le hubiera gustado escuchar las sirenas pero no fue
así. Luego, tras superar una sensación desconocida, escuchó a su madre decir a
través del teléfono: ha sido la tercera embolia.
Vino entonces a la
mente de Regina la imagen que desde hacía meses se había forjado de la palabra
que la perseguía, la atemorizaba y de la que desconocía el significado exacto:
embolia. Esa palabra como una especie de anciana jorobada más que su abuela;
una anciana fea y arrugada; mala, y con todos los años del mundo pero sobre
todo, enojada hasta el infinito. No entendió la causa por la cual relacionaban
a “embolia” con su abuela si eran tan diferentes que –pensaba- no podían
siquiera ser malas amigas.
Como su madre no le
ofreció comer, la nieta se dedicó a sonreírle a la abuela o, mejor dicho, a
corresponderle sonrisas, ya que para Regina la mueca de su abuela no era mueca,
sino risitas tergiversadas y eran tantas que probablemente tendría que estirar
mucho esa contorsión del rostro para que salieran todas. Eso le decían los ojos
cansados, anclados a un gran momento por venir que tenía frente a ella. En ese
duelo afectuoso se encontraban cuando un grito de su mamá la tomó desprevenida
y la golpeó: ¡no juegues tu abuela, Regina! Triste por fuera y con una sonrisa
apagándosele por dentro, posó de nuevo su cabeza en ese regazo conocido y
murmuró casi para ella misma: ¿cuándo me contarás otra historia?
Segundos después una
fuerte flojera invadió el espacio, se quedó dormida y posteriormente se
encontró sentada en el extremo de una barca pequeña de colores vivos. Su abuela
en el otro extremo, joven y de pie, daba la espalda al viento y el frente de su
cuerpo, ahora recto y macizo, hacia ella. A pesar de la juventud del rostro
antes anciano la niña pudo reconocerla. Era la misma imagen de una fotografía
que colgaba en una pared de la sala, sobre la cual le había escuchado alguna
vez decir, le tomaron cuando fue más feliz.
— ¡Abuela! —dijo la
niña, con algo en la voz parecido a la estupefacción pero más indescriptible.
— Sí —contestó la joven
anciana sin mover los labios, hablando con el vientre o con los ojos o con la
frente o con las firmes caderas.
— ¿A dónde vamos?
—preguntó la niña mirando hacia otro lado, como al de afuera. Pero debido a que
el paisaje captó entonces toda su atención, Regina no logró escuchar la
respuesta: “a que inventes un sueño para que luego se lo cuentes a los que se
sientan mal”.
La barca navegaba por
un río, era caudaloso en ciertos momentos y olas enormes sobresalían por encima
de la cabellera de la abuela, cabellera que atrapaba recuerdos y los examinaba
para luego desechar los que percibía indeseables. Ese río era rabioso pero
inofensivo y el agua que contenía era transparente. No era una transparencia
azul sino blanca. Era como un río de cristal, de celofán o hule transparente.
De pronto unos lamentos atemorizaron a la pequeña pero la cara impasible de la
abuela la tranquilizó:
—No tengas miedo, son
unas efemérides llorando porque han sido olvidadas, están en el fondo del río,
míralas —le ordenó.
La niña bajó la mirada
y las vio caminar como ciegas. Cuando levantó los ojos vio otras barcas con
distintos pasajeros. Algunos eran hombres, algunas mujeres y algunos otros
animales. Pero a diferencia de su abuela, todos iban de cara al viento y además
había algo peculiar: hombres y mujeres estaban solos y su rostro estaba diseminado
en rayones. Sus caras eran los mismos rayones que ella empleaba para borrar los
errores que cometía al hacer la tarea y por los cuales su madre la reprendía
constantemente recordándole la existencia del borrador. La sorpresa que se
instalaba cada vez más pesada donde estaba su sonrisa le impidió hacer un
comentario y casi fue posible ver cómo el pasmo hacía resbalar por la comisura
izquierda de su boca un pequeño retozo. En los animales, por otro lado, se
intuían sin excepciones rostros felices y sabios. Regina descubrió a un mandril
y a un tucán e inquieta preguntó a su abuela por qué no se iban hacia los
árboles de las orillas. Entonces la vieja-joven le contestó que esos no eran
árboles sino años; que lo que salía de sus troncos eran días y lo que colgaba
de ellos eran horas que contenían a su vez suspiros, de los cuales los más
grandes eran minutos y los más chicos segundos y que esos suspiros tenían, como
semillas, sueños que se echaron a perder.
En esos momentos Regina
no comprendió la mortalidad del tiempo y otras cosas porque habían llegado al
lugar desde donde se advertían dos cataratas. Por una se vertían torrentes de
tristeza y por la otra alegría. Ambos chorros caían sobre el río y se mezclaban
para luego desaparecerse, uno a otro y luego al revés, en medio de la
transparencia.
Los ojos de Regina eran
atónitos y un poco desproporcionados, ellos entendían pero en su pequeño cuerpo
se albergaban grandes dudas. Alcanzó a ver, un poco lejanas, caras entre el
bosque de años. Esas caras no tenían cuerpo y flotaban somnolientas. Una llamó
su atención. Tenía mejillas anchas, una gran melena enmarañada y por la boca le
salían canciones que le hicieron pensar en su padre. Recordó uno de los discos
que él tenía y que de vez en cuando escuchaba; tenía la foto de este mismo
rostro y era la cantante que su padre le había dicho, estaba enterrada en el “blus”. Entonces preguntó si ese lugar era
el “blus” y la voz que parecía salir del cuerpo de su abuela le respondió que
no, que ese lugar era triste pero también feliz; que allí ya no había
melancolía. Regina se alegró porque sacaría a su padre de un gran error, le
diría que la cantante vivía con mucha gente más; que la vio cantar junto a un
señor negro que tocaba una guitarra con los dientes. Volvió la mirada hacia su
abuela y entonces oyó decirle, esta vez sí con los ojos:
—Ah, todos ellos son
todavía inmortales.
Regina quiso cantar
también pero el sonido se atoró en su garganta porque un pequeño grito feliz
sobrevoló la barca. “Allí está tu abuelo” se escuchó entre las fisuras del
aire. La chiquilla lo reconoció sin conocerlo y la barca detuvo su marcha cerca
de una de las orillas. Su abuela la abrazó con la memoria y de su cabello saltó
el recuerdo más grande para refugiarse en el suyo, luego le pidió dos monedas.
Regina sacó las únicas dos que traía en sus pantalones de pana amarillo y se
las entregó. Eran monedas de chocolate.
La anciana-joven
insertó el par de monedas en una maquinita de la canoa donde la niña pudo
deletrear, no sin dificultad: “Flo-ti-lla-Ca-ron-te”,
luego bajó y se acurrucó en el que había sido su marido. Por los ojos de Regina
asomaron unas lagrimas altaneras pero la centenaria mujer calmó ese brote de
congoja y le dijo -otra vez sin voz- “no llores, te voy a estar esperando
detrás de aquella montaña de promesas”. Sin darle tiempo para responder, la
barca deshizo el camino y todo el ambiente que la niña había recorrido pasaba
al revés, con velocidad instantánea, tanto que Regina solamente alcanzó a
levantar una mano como símbolo de despedida.
Mientras veía todo
retroceder alguien la estrujaba por el hombro. Era su padre que le pedía
despertar y dejar a la abuela descasar en paz. Sacudiéndose la modorra de los
ojos y caminando indecisa, la pequeña le dijo que venía del blus, que vio a la
cantante greñuda; que le dijera qué eran efemérides, qué era Caronte y también que
quería escribir un sueño. Sin obtener respuesta llegó hasta la mesa sobre la
que humeaban ya los platos con sopa. Después de sentarse volvió a preguntar
cómo se contaba un sueño y su madre, un tanto irritada, le dijo:
— ¡Ay Regina, otra vez
con tus cosas, por favor cómete la sopa!
Callada y meditabunda
empezó a comer, pero discretamente otra sonrisa fue apareciéndole en la boca.
La sopa era de letras.