lunes, 30 de diciembre de 2013


A veces la pesadilla no es de quien la habita
y el miedo sobrevive pese al cadáver de las cosas.

Pero luego llega algo más. Reivindicando los vacíos,
reconfortando los momentos venideros.

Yo ahora pertenezco a tu lenguaje
a tu forma de decir amor, de decir sí,
de decirlo todo a través de ojos violinistas.

No es que haya muerto mi pasado
o que lo despilfarre cantando mentiras.

Ahora encontré, en el fondo de tu sonrisa
las palabras que me arrancan todos los perdones.

domingo, 29 de diciembre de 2013


Más que anhelar ser poeta
por las noches codicio
esa lasitud después del sexo
tu cuerpo a mi costado
y tu mirada al despertar.


viernes, 27 de diciembre de 2013

Previniendo un futuro

Cuando aquel hombre quiso dedicarse a escribir lo primero que hizo fue cambiarse de nombre. Sus padres, de pequeño, le habían puesto Galimatías.

domingo, 22 de diciembre de 2013

Una corriente

Cuando el más famoso pregonero llegó al pueblo yo era un adolescente. Era tan famoso que casi de inmediato olvidamos su nombre, y lo único que nos quedó en la mente fueron sus ideas. En realidad solo una: viajar al norte. Fue esta la idea que un día se encontró Maicol tal vez tirada en la calle.  

                Lo que más nos sorprendió entonces fue que el hombre parecía estar hecho de sueños. Todo en él era entusiasmo porque había escuchado de una tierra prometida donde se podía conseguir todo lo que uno deseaba. Solamente pasó un día en el pueblo, pero esas horas fueron suficientes para entusiasmar a casi todos. Yo fui uno de ellos y les dije a mis padres que me iría a buscar esa tierra prometida. Mi papá dijo que no y vimos cómo de cada hogar se iba al menos uno de cada familia. Luego mi papá quiso saber cosas y les preguntó a todas las familias a las que se les había ido alguien cuál era el deseo que iban a cumplir. Lo lamentable, dijo, es que nadie le supo responder.

La luna no es un cuadro.

Recuerdo que de niño me gustaba salir a contemplar la luna. Si por mi hubiera sido, habría pasado las noches en vela mirando hacia el cielo, aunque hubiera nubes, porque en el fondo sabía, que en el fondo del cielo mismo, estaba ella. No sé explicar porqué, solamente así era.

Mi madre tenía que ir por mi hasta muy entrada la noche, cuando ya era hora de dormir y llevarme casi arrastrando al interior de la casa. Todavía ahí me pasaba un rato en la ventana, hasta que me tumbaba el sueño o de plano mi padre amenazaba con pegarme si no hacía caso. Esa obsesión terminó el día que mi madre me dijo que la luna era un satélite natural, que hacia crecer el mar y convertir hombres en mitad hombre y mitad animal. No le creí pero luego oí decir a papá: la luna no es un cuadro. Y entonces pensé, tal vez equivocadamente, que si no era un cuadro, no podía ser una mentira.

Usanza

Nadie recuerda como se llamaba el Gobernador. Ni mi padre, que seguramente lo conoció de niño recordaba su cara, su nombre o su ascendencia. Lo que no podemos olvidar es que duró gobernando como cuarenta años, hasta que encontró a la única persona capaz de hacer el mismo trabajo que él: su hijo el mayor, del que tampoco se recuerda su nombre, solamente una vaga idea de que alguna vez fue una persona como todos los demás pero por tradición, y porque hacía las mismas cosas que su padre, le seguimos llamando el señor Gobernador.    

domingo, 15 de diciembre de 2013

La cuarta embolia


Instantes después de que Regina entró corriendo en la sala vio los gritos de su madre rebotar sobre el piso y luego sobre las paredes, los esquivó y les dijo adiós con la mirada cuando atravesaron el umbral de la puerta. Con esa misma mirada buscó la de su abuela y al encontrarla corrió hasta ella, se sentó sobre el piso y apoyó su cabeza en el regazo de la anciana que ahora tenía una mueca permanente sobre la boca. Murmuró algo guturalmente y al escuchar los sonidos distorsionados, la niña pensó que las palabras que salían de esos labios estaban chuecas también y eran, por tanto, la razón por la cual no las entendía. Esa misma mañana, mientras ella jugaba a conjugar los números en la escuela, su abuela regresó en ambulancia del hospital. Le hubiera gustado escuchar las sirenas pero no fue así. Luego, tras superar una sensación desconocida, escuchó a su madre decir a través del teléfono: ha sido la tercera embolia.
Vino entonces a la mente de Regina la imagen que desde hacía meses se había forjado de la palabra que la perseguía, la atemorizaba y de la que desconocía el significado exacto: embolia. Esa palabra como una especie de anciana jorobada más que su abuela; una anciana fea y arrugada; mala, y con todos los años del mundo pero sobre todo, enojada hasta el infinito. No entendió la causa por la cual relacionaban a “embolia” con su abuela si eran tan diferentes que –pensaba- no podían siquiera ser malas amigas.
Como su madre no le ofreció comer, la nieta se dedicó a sonreírle a la abuela o, mejor dicho, a corresponderle sonrisas, ya que para Regina la mueca de su abuela no era mueca, sino risitas tergiversadas y eran tantas que probablemente tendría que estirar mucho esa contorsión del rostro para que salieran todas. Eso le decían los ojos cansados, anclados a un gran momento por venir que tenía frente a ella. En ese duelo afectuoso se encontraban cuando un grito de su mamá la tomó desprevenida y la golpeó: ¡no juegues tu abuela, Regina! Triste por fuera y con una sonrisa apagándosele por dentro, posó de nuevo su cabeza en ese regazo conocido y murmuró casi para ella misma: ¿cuándo me contarás otra historia?
Segundos después una fuerte flojera invadió el espacio, se quedó dormida y posteriormente se encontró sentada en el extremo de una barca pequeña de colores vivos. Su abuela en el otro extremo, joven y de pie, daba la espalda al viento y el frente de su cuerpo, ahora recto y macizo, hacia ella. A pesar de la juventud del rostro antes anciano la niña pudo reconocerla. Era la misma imagen de una fotografía que colgaba en una pared de la sala, sobre la cual le había escuchado alguna vez decir, le tomaron cuando fue más feliz. 
— ¡Abuela! —dijo la niña, con algo en la voz parecido a la estupefacción pero más indescriptible.
— Sí —contestó la joven anciana sin mover los labios, hablando con el vientre o con los ojos o con la frente o con las firmes caderas. 
— ¿A dónde vamos? —preguntó la niña mirando hacia otro lado, como al de afuera. Pero debido a que el paisaje captó entonces toda su atención, Regina no logró escuchar la respuesta: “a que inventes un sueño para que luego se lo cuentes a los que se sientan mal”.
La barca navegaba por un río, era caudaloso en ciertos momentos y olas enormes sobresalían por encima de la cabellera de la abuela, cabellera que atrapaba recuerdos y los examinaba para luego desechar los que percibía indeseables. Ese río era rabioso pero inofensivo y el agua que contenía era transparente. No era una transparencia azul sino blanca. Era como un río de cristal, de celofán o hule transparente. De pronto unos lamentos atemorizaron a la pequeña pero la cara impasible de la abuela la tranquilizó:
—No tengas miedo, son unas efemérides llorando porque han sido olvidadas, están en el fondo del río, míralas —le ordenó. 
La niña bajó la mirada y las vio caminar como ciegas. Cuando levantó los ojos vio otras barcas con distintos pasajeros. Algunos eran hombres, algunas mujeres y algunos otros animales. Pero a diferencia de su abuela, todos iban de cara al viento y además había algo peculiar: hombres y mujeres estaban solos y su rostro estaba diseminado en rayones. Sus caras eran los mismos rayones que ella empleaba para borrar los errores que cometía al hacer la tarea y por los cuales su madre la reprendía constantemente recordándole la existencia del borrador. La sorpresa que se instalaba cada vez más pesada donde estaba su sonrisa le impidió hacer un comentario y casi fue posible ver cómo el pasmo hacía resbalar por la comisura izquierda de su boca un pequeño retozo. En los animales, por otro lado, se intuían sin excepciones rostros felices y sabios. Regina descubrió a un mandril y a un tucán e inquieta preguntó a su abuela por qué no se iban hacia los árboles de las orillas. Entonces la vieja-joven le contestó que esos no eran árboles sino años; que lo que salía de sus troncos eran días y lo que colgaba de ellos eran horas que contenían a su vez suspiros, de los cuales los más grandes eran minutos y los más chicos segundos y que esos suspiros tenían, como semillas, sueños que se echaron a perder.   
En esos momentos Regina no comprendió la mortalidad del tiempo y otras cosas porque habían llegado al lugar desde donde se advertían dos cataratas. Por una se vertían torrentes de tristeza y por la otra alegría. Ambos chorros caían sobre el río y se mezclaban para luego desaparecerse, uno a otro y luego al revés, en medio de la transparencia.
Los ojos de Regina eran atónitos y un poco desproporcionados, ellos entendían pero en su pequeño cuerpo se albergaban grandes dudas. Alcanzó a ver, un poco lejanas, caras entre el bosque de años. Esas caras no tenían cuerpo y flotaban somnolientas. Una llamó su atención. Tenía mejillas anchas, una gran melena enmarañada y por la boca le salían canciones que le hicieron pensar en su padre. Recordó uno de los discos que él tenía y que de vez en cuando escuchaba; tenía la foto de este mismo rostro y era la cantante que su padre le había dicho, estaba enterrada en el “blus”. Entonces preguntó si ese lugar era el “blus” y la voz que parecía salir del cuerpo de su abuela le respondió que no, que ese lugar era triste pero también feliz; que allí ya no había melancolía. Regina se alegró porque sacaría a su padre de un gran error, le diría que la cantante vivía con mucha gente más; que la vio cantar junto a un señor negro que tocaba una guitarra con los dientes. Volvió la mirada hacia su abuela y entonces oyó decirle, esta vez sí con los ojos:
—Ah, todos ellos son todavía inmortales.
Regina quiso cantar también pero el sonido se atoró en su garganta porque un pequeño grito feliz sobrevoló la barca. “Allí está tu abuelo” se escuchó entre las fisuras del aire. La chiquilla lo reconoció sin conocerlo y la barca detuvo su marcha cerca de una de las orillas. Su abuela la abrazó con la memoria y de su cabello saltó el recuerdo más grande para refugiarse en el suyo, luego le pidió dos monedas. Regina sacó las únicas dos que traía en sus pantalones de pana amarillo y se las entregó. Eran monedas de chocolate.
La anciana-joven insertó el par de monedas en una maquinita de la canoa donde la niña pudo deletrear, no sin dificultad: “Flo-ti-lla-Ca-ron-te”, luego bajó y se acurrucó en el que había sido su marido. Por los ojos de Regina asomaron unas lagrimas altaneras pero la centenaria mujer calmó ese brote de congoja y le dijo -otra vez sin voz- “no llores, te voy a estar esperando detrás de aquella montaña de promesas”. Sin darle tiempo para responder, la barca deshizo el camino y todo el ambiente que la niña había recorrido pasaba al revés, con velocidad instantánea, tanto que Regina solamente alcanzó a levantar una mano como símbolo de despedida.
Mientras veía todo retroceder alguien la estrujaba por el hombro. Era su padre que le pedía despertar y dejar a la abuela descasar en paz. Sacudiéndose la modorra de los ojos y caminando indecisa, la pequeña le dijo que venía del blus, que vio a la cantante greñuda; que le dijera qué eran efemérides, qué era Caronte y también que quería escribir un sueño. Sin obtener respuesta llegó hasta la mesa sobre la que humeaban ya los platos con sopa. Después de sentarse volvió a preguntar cómo se contaba un sueño y su madre, un tanto irritada, le dijo:
— ¡Ay Regina, otra vez con tus cosas, por favor cómete la sopa!
Callada y meditabunda empezó a comer, pero discretamente otra sonrisa fue apareciéndole en la boca. La sopa era de letras. 


sábado, 14 de diciembre de 2013

Sálvese quien quiera

Hace poco leí una entrevista que le hicieron a Zygmunt Bauman, sociólogo, filósofo y ensayista británico, en la cual habla sobre sus teorías respecto a los tiempos actuales y su postura acerca de la vida líquida, el amor líquido y otros aspectos que ahora son fugaces.
Una de las cosas que llamaron mi atención es que en los tiempos que corren una carrera no te asegura nada y además, que en esta “modernidad líquida todo es inestable: el trabajo, el amor, la política, la amistad; los vínculos humanos provisionales, y el único largo plazo es uno mismo”. Sin embargo, lo que de plano me golpeó en la cara (aunque tampoco es tan descabellado, incluso es algo que ya se sabe) fue: “Tratamos al mundo como si fuera un contenedor lleno de juguetes con los que jugar a voluntad. Cuando nos aburrimos de ellos, los tiramos y sustituimos por algo nuevo, y así ocurre con los juguetes inanimados y con los animados”. Y todavía añadió: “hoy una pareja dura lo que dura la gratificación. Es lo mismo que cuando uno se compra un teléfono móvil: no juras fidelidad a ese producto, si llega una versión mejor al mercado, con más trastos, tiras lo viejo y te compras lo nuevo”.
Escribir sobre esto puede parecer un ejercicio para aminorar o repeler cierto grado de ardidez. Espero que no sea así, porque si bien es cierto que al momento de leer las cosas que dice el señor Bauman me sobresalté un poco, pensándolo bien no todo tiene que ser de tal manera. Es cierto que los tiempos actuales nos devoran y el consumismo no permite otra cosa que la competencia y en cierto grado la deshumanización, pero también es cierto que las relaciones humanas, y sobre todo las amorosas, son demasiado complicadas e intentar descubrir por qué se terminan seria un trabajo demasiado difícil, si no es que imposible debido a la variedad de circunstancias.  
Decir que es porque uno de los implicados descubrió a alguien mejor, más competente o mejor posicionado resulta incompleto. No digo que no suceda pero hay otros aspectos a tomar en cuenta. Por ejemplo ¿qué hay con que uno tome un camino distinto, una velocidad distinta o simplemente que el amor, o eso que sentía, desaparezca? Obviamente, algo tuvo que ver el otro pero a fin de cuentas ¿quién entiende bien esto del amor? Eso de entenderlo resulta infantil porque nos enamoramos sin que alguien nos avise cómo nos va a ir, además, existen personas de las cuales resulta, a fin de cuentas, imposible no hacerlo, o hacerlo con medidas.
Dicho lo anterior, en cuanto al amor, me robo y parafraseo un título de un libro de  Ibargüengoitia: Sálvese quien quiera. Si quiere apostarle, apuéstele, si quiere, resérvese. Porque hoy nuestra única certeza es la incertidumbre, como dijo Bauman, y when love is gone, where does it go? And where do we go?              

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Pilotar nuevas estrellas

        
 Las estrellas aparecieron de pronto pero sin la gracia de siempre. La vía láctea que Mario le presentó en otro año parecía entrar por su garganta mientras la sangre de su cuerpo huía en medio de la noche y se mezclaba con la tierra inerme. La primera gota quedó sobre el asfalto, o eso creía, pues en ese preciso momento le era imposible recordar cómo es que había terminado ahí, en esa zanja a la vera de un camino y mirando incrédulo las estrellas. El ruido de la sangre al brotar de su cuerpo y comulgar con la tierra lo engatusaba pero imaginar que podía ahogarse en ella lo aterró. Quería pensar, recordar su existencia o al menos suponer que no moriría porque las imágenes sobre su vida, aquellas que supuestamente aparecen cuando ya no se necesitan, parecían estar ocultas y muy lejos de lo que sucedía en ese momento.  
            Un viento tibio le robó los sentidos, le obligó a cerrar los parpados y lo llevó a través de algo muy parecido al tiempo. Algo que entre otras cosas carecía de angustias primitivas. Se vio a sí mismo en un pasado remoto, acaecido unas horas apenas. Un pasado que contenía una trascendencia infinita y descomunal. La habitación era la misma a la que su memoria se aferraba con afiladas garras y a la que reconocía como algo más cercano a un recuerdo. Era él pero diferente y estaba sentado sobre la cama donde se le derramaron infinidad de sueños. Leyó sobre su propio rostro el cansancio de los días adolescentes y algunos posteriores; de los días en los que ya no hay cinco soles sino diez y cada uno parece tener su propio infierno. Su rostro le devolvió un desconsuelo que nunca antes había visto y repentinamente aparecieron dos fulgores como ojos. En sus antebrazos vio chispas de miedo y culpa. No recordó por qué y simplemente fue testigo de cómo una decisión se desvistió las incógnitas; se introdujo por sus oídos y descansó en el interior de lo que pensaba era su conciencia. Su mano derecha tomó la liga y arremangó, del brazo izquierdo, la camisa de cuadros verdes, morados y dispares. Luego tomó la jeringa y tras perseguir y encontrar una vena dispuesta inyectó el último pinchazo. Un par de segundos después la noción de sí mismo como parte esencial del tiempo se diluyó. Se sintió reducido a mil pensamientos y una fuerza de atracción ilimitada lo hizo introducirse en la mente de aquel que fue alguna vez. De un momento a otro pudo habitarse de nuevo; reconocer sus sensaciones y sus sentimientos, sus recuerdos y sus olvidos. Pudo reconocer millones de actos y millones de segundos que ya no sucederían. Volvía a ser él otra vez pero diferente. Mejor dicho, eran miles de él en diferentes momentos y circunstancias dentro de su propio cuerpo, lo que le brindaba un sinnúmero de perspectivas propias y del mundo; lo que constituía una sabiduría inmensa, que lo sofocaba y le hacia recordar el deseo de morir bajo las estrellas.
            El vuelco que sufrió el mundo no le sorprendió. Había adquirido una nueva percepción de las cosas, de sí mismo y del futuro combinado con el pasado y, acostumbrado a la penumbra, agradeció poder caminar en la noche, bajo el cielo estrellado y a mitad del campo. Imaginando que todo sería mejor caminó seguro, con pasos que jamás había pronunciado de forma tan resuelta hasta el momento en que percibió la luz. Era amarilla y resaltaba en la negrura de la noche. Sus ojos llegaron al piso para descubrir la línea blanca y discontinua de una carretera perdida. Entonces esa luz poco a poco se convirtió en una masa de hierro que decidida, se le iba encima y lo embestía. El golpe recibido a la altura de la cadera no fue tan doloroso como el hecho de, al momento de volver el rostro, ver su propia cara tras el volante del automóvil que le traía la muerte, la misma cara de uno de los miles él en que se había disuelto. Supuso entonces que algún otro lo veía volar, dar vueltas en el aire y preguntarse de nuevo la misma pregunta que se había hecho siempre y para la que nadie tenía una solución. Intuyó que tal vez esa pregunta era la vida misma y ésta terminaba cuando alguien descubría la respuesta o simplemente dejaba de preguntar. Pero eso a él, o a todos los que eran él, ya no le interesaba.
            La caída fue más rápida que el ascenso, las piedras lo recibieron como ortigas despechadas y un pedazo de lámina en medio de la zanja oxidada por el sol, el agua y la soledad se le incrustó en la espalda y probablemente llegó hasta el corazón. A la orilla de la carretera corría una zanja de un metro de profundidad, como un río desaparecido y que nadie ha echado de menos y ahí fue donde precisamente terminó su organismo. Cuando su cuerpo tocó tierra sus representaciones acudieron a él. Sintió fluir la sangre hacia afuera y de nuevo el miedo a ser ahogado por ella lo invadió. También lo llenó de terror creer que permanecería en este círculo mortal pero alguien le dijo desde un lugar remoto que la sangre no alcanza para una eternidad. Conforme se le vaciaba el cuerpo se le vaciaban también los pensamientos. Lentamente cerró los ojos y pudo ver cómo las estrellas le abrían camino en el espacio.
            En la mañana de un día cualquiera su madre subió hasta la habitación. No se había levantado y sobre el suelo una gran capa de rojo había transformado el verde de la alfombra. El cuerpo presentaba varios golpes y una abertura en la parte posterior, abertura que alcanzó a rozarle el corazón. El parte policíaco habló de una puñalada y golpes mortales achacados a un maleante que había entrado no sabían por dónde. La sangre que se le había vaciado era un líquido lechoso de un rojo intenso que adornaba el piso de su recámara. Sin saber porque, su madre lo imaginó en una zanja a la vera del camino, donde es mentira que se erige una capilla pero afortunadamente, tanto dolor le cegó esta visión.