La verdad es que nunca me han gustado los regresos y
ni sé explicar por qué. Por lo mismo, cuando me fui del pueblo aquel, anclado
en el norte y donde viví una temprana adolescencia, la infancia y hasta mi
nacimiento, prometí no volver. Si me preguntan solamente puedo decir que me fui
de allí por una simple razón: pertenecía a una familia feliz. Ni más, ni menos.
Mis padres no se habían casado por compromiso, bueno sí, pero fue un compromiso
“amoroso” como le llamaban ellos y no una obligación. Supongo que saben a qué
me refiero. Luego los hijos fuimos planeados con verdadera conciencia o mejor
dicho, con conciencia religiosa si ello puede ser mejor. Yo fui el primogénito
y me siguieron ocho más, como de año y medio de diferencia o algo así. Ah, y
para que ya digan que no me creen, intercalados: un hombre y luego una mujer. Mi
padre, el Sr. Evaristo Meléndez, como buen hombre de familia mexicana,
trabajaba de sol a sol en las oficinas de la presidencia de esa nonata ciudad,
por lo que toda la gente le auguraba un futuro prometedor. Y sí.
Cuando
cumplí los diecisiete y poco antes de irme del hogar, todo estaba listo para
que fuera presidente municipal del pueblo aquel, ubicado en el fondo de un hoyo;
en medio de cuatro enormes cerros que casi lo desdibujaban del mapa y del resto
del mundo. Con esto se podrá tener una noción de la calidad de vida que
gozábamos, la cual no era excelente pero tampoco era mala y además, hay que tener
en cuenta el oficio de político y sus ventajas. En fin, por aquellos días llegó
uno en que me sentí repleto de felicidad familiar al grado de sofocarme y,
simplemente, decidí fugarme; recorrer el mundo empezando por el mismo país.
Salí así, sin una gran cantidad de dinero ni sueños por triunfar ni un sentimiento
pequeño, ni siquiera un anhelo por encontrar lo que tenía perdido. Me fui con
las ropas de encima y solo los primeros dos días viajé en autobús para alejarme
y que mi padre, si me mandaba buscar, no me diera alcance. Era verano y pude
dormir varias veces sobre la noche. Los
primeros años caminé tanto que olvidé para qué me servían los pies; comía lo
que encontraba en el camino y algunas veces me detuve a trabajar por un par de
días y conseguir algo de dinero, pagar una poca de comida o un lugar donde descansar.
Cuando sentí que el tiempo pasaba más a prisa yo empecé a correr también. Ya no
pedía ni buscaba la forma de conseguirme las cosas en los lugares por donde pasaba
y en vez de eso comencé a robar primero y luego a lo que viene después. En mi
paso por esta república de ciegos conocí cárceles y hospitales; hoteles,
albergues y caminos desolados pero nunca me sentí tan bien. No era feliz y eso
me bastaba o, en todo caso, era feliz a mi manera. Recorrí distintos lugares,
volví a otros pero nunca del que salí por primera vez. Seguía pensando que
volver no sirve de nada porque uno es cada vez más otra persona y por lo tanto,
volver a veces no es volver. En cambio aprendía en cada ocasión un poco más de
todo; sobre mí, sobre los demás y lo más importante, sobre algunos deseos
extraños que la gente tiene.
De
pronto, en esta hermosa playa mexicana se cumplieron diez años de mi destierro
y acabo de emprender mi propio negocio. Supongo que por eso es que recuerdo mi
casa, mi familia y el terruño; porque ahora empiezo a llegar al lugar de donde
huí: la felicidad. Como mi padre, también tengo a mi lado muchos niños pero a
diferencia de él, estos no son míos, al menos no en ese sentido. No se si me
explique porque resulta un poco incomodo. Solo puedo decir que ellos me dan la
felicidad que a veces también me incomoda y son parte del negocio. Todo es más
llevadero y placentero, cada vez hay más clientes, mexicanos y hasta
extranjeros. Tal vez también por eso recordé a mi familia, porque ahora tengo
algo parecido si se le mira con ojos muy abiertos. Tal vez por eso recuerdo
cuando iba al catecismo e intentaba pensar lo contrario de lo que me enseñaban
y en algún pasaje bíblico sentí que algo en mi mente se pudrió o tan solo me
atrajo la idea de una vida diferente, al borde de un abismo que aún ni siquiera
imagino. Aunque la verdad no entiendo este sentimiento de nostalgia y prefiero
pensar que estos recuerdos son resultado de un delirio por venir, el cual, a su
vez, me generará una falta total de memoria y entonces no sentiré ataduras,
porque quién sabe, a lo mejor yo quería caer en un agujero más grande que aquel
en el que se encuentra el pueblo que intento dejar en el olvido. Igual y
pretendo recrear una felicidad diferente y por eso me resulta extraño pensar en
aquellos años y volver, en cierto modo, al pueblo en el que encontré una vida
que sabía, no podría vivir.