Hace un par de años notaste algunas cosas que te eran
familiares y estaban de regreso en las calles y la televisión. No solo eran
camisas a cuadros de franela, también ecos de ése algo que tratas de mantener
en secreto. No volvieron como una falla temporal sino como lo de siempre: una
mirada al pasado que nos condena pero también nos redime, que nos entretiene y
paradójicamente, nos arrastra hacia el futuro. Sí, los noventa volvieron,
aunque un poco distintos. Ahora la mayoría de la gente los percibe felices y
hasta parece que los mira con ternura; algo que más bien te molesta porque tu
caso es distinto y probablemente, si alguien te hubiera preguntado, hubieras
dicho que allá donde quiera que estuvieran estaban mejor. En parte porque te
agobian los recuerdos y en parte porque la serie de sensaciones y
acontecimientos de aquella época te incitan a esconder lo que dicha etapa
significó para ti. Porque sí, fueron tiempos complejos que marcaron tu
adolescencia y de alguna manera forjaron tu carácter. Pero más allá de eso, te
incomoda su regreso porque se manifiestan tus fracasos a pesar de que, por otro
lado, pueda notarse en tu vida un asomo de éxito sobre todo familiar. Porque,
hay que decirlo, fallaste en muchos proyectos, por no decir todos, pero a ti,
básicamente, te perturban dos: no haberte convertido en un músico famoso y luego
haber desaparecido muy joven. Pero así pasa con los proyectos de vida
juveniles, te has repetido infinidad de veces, mientras contemplas deudas hacia
todo.
Si alguien te preguntara dirías que el fallo general
comenzó con la ruptura de tu primera banda, la más prometedora: Veneno para la abuela. Es que tocamos
punk, decían todos los integrantes germinando desde entonces un poco la
vergüenza. Y sí, eran punk. Y al menos dentro de ti lo que más había era
coraje. Nadie conocía la razón, mucho menos tú. Tal vez se debía a pertenecer a una familia no bien pero sí muy
decente; estable, no rica pero con el dinero suficiente para que te regalaran,
en tu cumpleaños numero quince, una guitarra eléctrica. ¿Tenias qué, 17, cuando
comenzaste a tocar en aquella entrañable bandita? Luego eso se quebró y pasaste
llorando toda una tarde encerrado en tu cuarto.
Pero antes habías descubierto a Nirvana y te habías
dejado influenciar por ese auto-desahuciado en vida, su líder y todo empezó a
cambiar. El sonido de Veneno para la
abuela ya no era el mismo y su esencia, antes ruda y mordaz, tenía ahora
desesperación, abulia, dolor, hartazgo y todo lo que caracterizó a la generación
de la tachita. Bueno, pensaste, puedo formar otras bandas, puedo seguir
tratando. Sin embargo, había que deprimirse y todo se fue haciendo bruma y
todos, incluyéndote, querían hacer covers de esa ya desde entonces mítica banda.
Todos querían sonar como ellos y todos tus intentos por encontrar algo propio
fueron interpuestos, es más, algunos ni siquiera lo fueron. Como era de
esperarse también llegaron las drogas. Pero solo mariguana y cocaína porque esa
idolatría tuya no daba para experimentar con algo más fuerte, o probablemente
sí pero el hallazgo del cuerpo del ángel del grunge aquel abril causó cambios y
cosas que aún ni estaban por sospecharse.
A partir de ahí tu vida se aceleró. No expresamente a
causa de la muerte de tu ídolo, sino simplemente porque así tuvo que ser. Te
enteraste que meses antes de morir Cobain había conocido a su más grande ídolo,
un escritor misántropo de la generación Beat que no conocías. Te interesó su
vida y su percepción de las cosas y por algún tiempo te fuiste inclinando hacia
un lado de la vida que podríamos llamar, como no, “oscurito”. Veías en todo
ello la esencia de la vida, y las vidas de tus héroes te parecían lo que todo
artista pretende vivir. Deseabas caer en el abismo de las drogas, en uno grande
e ineludible pero siempre algo lo impedía; deseabas que llegara un pensamiento
radical, que llevara tu existencia a un nivel inalcanzable. Mas nunca te
atreviste y nadie se atrevió a empujarte. Seguiste tocando, eso sí, tratando de
escribir canciones que pretendías no entender y emulando corrientes, escuelas y
tendencias sin darte cuenta que lo que venía hacia ti también era la vida. Es
más, era tu vida. Fue entonces cuando te afianzaste en ese otro proyecto: morir
joven. Comenzó como un chiste, como una cosquilla mientras leías las noticias
acerca de la sobredosis y el disparo más famosos de los años noventa. Tu vida
sería su muerte, o viceversa, no importaba ya. Pero antes tendrías que trabajar
duro, conseguir otros compinches y verdaderos dealers, por supuesto. La
felicidad se hacía presente por medio de un plan para tu vida, un plan con
final incluido. Llegaste a sentirte especial por concebir tu muerte como el más
grande fin, como el destino al que llegarías por tu propia mano pero después de
haber alcanzado éxito; un poco de fama, quizá no mucha, porque esa viene
detrás. Así fueron pasando los días y tú, inocentemente creías que tus planes
te pertenecían. Cultivaste, eso sí, el hábito de la depresión, primero de
manera forzada y luego ya sin mucho esfuerzo.
Los problemas en casa nacieron y aumentaron. Tu padre
se fue a vivir con una jovencita un poco mayor que tu hermana y ésta se fugó
meses después con un tipo a un cuarto de azotea. Te quedaste con mamá, como le
decías, pero ella también se deprimía. Se alejaba de todo y sin darte cuenta,
comenzaste a rumiar lenta pero insistentemente la idea del suicidio de una
manera insistente pero lejana, posponiendo cada vez más el verdadero
pensamiento, la ineludible intención. Y así, mediante acontecimientos
sorpresivos la vida se hizo notar. Con esta situación de fondo terminaste la
preparatoria y nadie se molestó en obligarte a continuar estudiando. Si acaso
tu madre hizo un comentario, éste fue más que nada para mortificar a tu padre.
Lo extraño fue que pese a tu amor por la música, nunca cruzó por tu mente
estudiar una carrera en el Conservatorio de la ciudad o Bellas Artes aduciendo
tu espíritu libre y formación independiente, de la calle. En cambio,
conseguiste un trabajo que te permitiera ensayar por las tardes y tocar los
fines de semana.
Entonces llegó Kika, tu Kim Gordon, y la vida volvió
a cambiar. No olvidaste tu sueño pero lo empezaste a postergar porque todo se
volvió fiesta, alcohol y sexo. Con Kika todo era más fácil, incluso la
posibilidad de fracasar pese a que no pensabas en ello. Perdiste un poco la
facilidad para construir tragedias y los días se superponían con desenvoltura.
De la misma forma supiste que estaba embarazada y la idea, que en un principio
te asustó, poco a poco se convirtió en esperanza, en convicción disfrazada de
un futuro bienestar; de que eso no tendría porqué inmiscuirse en tus planes, en
lo que habías determinado para ti. Aceptó que vivieran juntos en casa de tu
madre todavía con la ilusión de que el éxito no se limita por un hijo. Y no
sucede, pero con dos… Cuando nació Kenia, la segunda, tu padre había
desaparecido por completo y entonces sí eras el hombre de la familia y ni tú ni
Kika se preguntaban qué era lo que sucedía porque, bueno, en realidad no había
razón para hacerlo. En cambio, como respuesta a esas interrogantes que nunca
expresaron, dejaste de tocar en el bar de siempre, de ensayar con regularidad
hasta que de plano mejor vendiste la guitarra y todo el equipo. Los demás
integrantes no se opusieron pues también les habían crecido las responsabilidades.
Lástima que la dignidad no tenga precio, pensaste con burla pero sin sacarlo.
Así los sueños quedaban atrás, entre pañales,
colegiaturas, obesidad, cuentas por pagar, afores y tantísimas cosas más que no
te esperabas; entre la estupefacción, la decepción e incluso la risa que causó
la última estrella que murió a los veintisiete. Pero no todo está tan mal.
Tienes una hermosa familia, tres hijos ahora, una madre que depende de ti y un
futuro que promete no irse hacia otro lado. Poco a poco has ido gateando un
escalafón diferente al que siempre deseaste y eso, en el fondo, te entristece.
Nadie lo sabe porque alejaste a los amigos, al menos a los que de verdad te
conocían y en tu casa se han acostumbrado a tus ratos de mal humor. Han
aprendido a dejarte solo cuando te pones furiosos y deprimido y entonces el
tiempo se vuelve tu aliado y enemigo. Tus anhelos regresan, los más oscuros,
para mostrarte lo lejos que te encuentras de ellos.
Los regresos a casa se han convertido en lo de
siempre. Solo algunos días algo cambia y sales a distraerte. Te notas hastiado
pero encadenado a esas personas que debes amar. Recuerdas la idea del suicidio
pero conforme pasa el tiempo te sabes incapaz de cometerlo, de arremeter con
dolor sobre tus hijos, sobre los que te quieren. Hoy ha sido distinto. Por la
mañana, en la oficina gubernamental donde transcurren torpes las horas, leíste
un artículo que trata sobre la celebración de los veinte años de aquel famoso suicidio
en Seattle; también de cómo fue su encuentro con Burroughs y una chispa se
volvió a encender en tu pensamiento. No precisamente la idea del suicidio, más
bien la certeza del paso del tiempo, el ejercicio de imaginar dónde se
encuentran ahora esos dos personajes mientras tú debes laborar ocho horas
diarias y luego correr, a veces, a tu otro empleo de medio tiempo. Te diste
cuenta de todo lo que ha sucedido desde el momento en que pensaste que había
algo entre ustedes tres, esa compenetración y esa afinidad que suponías
entonces te llevaría por el mismo sendero que ellos. O al menos por uno
parecido. Pero no, ahora eres una persona diferente, lo sabes, y algo más en tu
interior se disparó: la certeza de que no eres, ni remotamente, lo que de
adolescente deseabas ser.
Saliste de la oficina refunfuñando, renegando de todo
y fuiste directo a casa, manejando el automóvil que debes. En el camino
seguiste dándole vueltas a lo mismo pero un pensamiento te sorprendió. Nunca lo
habías pensando y cuando llegó simplemente te dejaste llevar: comenzaste a
imaginar que llegando, tu hogar estaría en llamas. Ya no alcanzarías a escuchar
los gritos ni de los niños ni de Kika ni de mamá porque sería demasiado
doloroso. Pero sí podrías encontrar, cuando el fuego hubiera sido aniquilado,
los restos de la familia que tanto dices amar. Un dolor intenso se posó en tu
pecho pero no detuvo tus pensamientos. Ahogaste un par de lágrimas para que no
te vieran otros conductores y continuaste imaginando la soledad que llegaría
después del funeral de toda tu familia; la devastación que un acontecimiento de
tal magnitud traería a tu existencia y entonces, al fin, tener una excusa y un
aliciente para intentar y justificar tu fin. De inmediato sentiste culpa por
tener esa clase de pensamientos y pisaste el acelerador. Una sonrisa quién sabe
si maligna se hizo notar en tu rostro al reafirmar que no habías perdido la
capacidad para recrear tragedias y cuando llegaste a casa los abrazaste a todos
con un sentimiento imposible de definir.