lunes, 17 de febrero de 2014

La marca de un fuego

Hace un par de años notaste algunas cosas que te eran familiares y estaban de regreso en las calles y la televisión. No solo eran camisas a cuadros de franela, también ecos de ése algo que tratas de mantener en secreto. No volvieron como una falla temporal sino como lo de siempre: una mirada al pasado que nos condena pero también nos redime, que nos entretiene y paradójicamente, nos arrastra hacia el futuro. Sí, los noventa volvieron, aunque un poco distintos. Ahora la mayoría de la gente los percibe felices y hasta parece que los mira con ternura; algo que más bien te molesta porque tu caso es distinto y probablemente, si alguien te hubiera preguntado, hubieras dicho que allá donde quiera que estuvieran estaban mejor. En parte porque te agobian los recuerdos y en parte porque la serie de sensaciones y acontecimientos de aquella época te incitan a esconder lo que dicha etapa significó para ti. Porque sí, fueron tiempos complejos que marcaron tu adolescencia y de alguna manera forjaron tu carácter. Pero más allá de eso, te incomoda su regreso porque se manifiestan tus fracasos a pesar de que, por otro lado, pueda notarse en tu vida un asomo de éxito sobre todo familiar. Porque, hay que decirlo, fallaste en muchos proyectos, por no decir todos, pero a ti, básicamente, te perturban dos: no haberte convertido en un músico famoso y luego haber desaparecido muy joven. Pero así pasa con los proyectos de vida juveniles, te has repetido infinidad de veces, mientras contemplas deudas hacia todo.  
Si alguien te preguntara dirías que el fallo general comenzó con la ruptura de tu primera banda, la más prometedora: Veneno para la abuela. Es que tocamos punk, decían todos los integrantes germinando desde entonces un poco la vergüenza. Y sí, eran punk. Y al menos dentro de ti lo que más había era coraje. Nadie conocía la razón, mucho menos tú. Tal vez se debía a  pertenecer a una familia no bien pero sí muy decente; estable, no rica pero con el dinero suficiente para que te regalaran, en tu cumpleaños numero quince, una guitarra eléctrica. ¿Tenias qué, 17, cuando comenzaste a tocar en aquella entrañable bandita? Luego eso se quebró y pasaste llorando toda una tarde encerrado en tu cuarto.
Pero antes habías descubierto a Nirvana y te habías dejado influenciar por ese auto-desahuciado en vida, su líder y todo empezó a cambiar. El sonido de Veneno para la abuela ya no era el mismo y su esencia, antes ruda y mordaz, tenía ahora desesperación, abulia, dolor, hartazgo y todo lo que caracterizó a la generación de la tachita. Bueno, pensaste, puedo formar otras bandas, puedo seguir tratando. Sin embargo, había que deprimirse y todo se fue haciendo bruma y todos, incluyéndote, querían hacer covers de esa ya desde entonces mítica banda. Todos querían sonar como ellos y todos tus intentos por encontrar algo propio fueron interpuestos, es más, algunos ni siquiera lo fueron. Como era de esperarse también llegaron las drogas. Pero solo mariguana y cocaína porque esa idolatría tuya no daba para experimentar con algo más fuerte, o probablemente sí pero el hallazgo del cuerpo del ángel del grunge aquel abril causó cambios y cosas que aún ni estaban por sospecharse.
A partir de ahí tu vida se aceleró. No expresamente a causa de la muerte de tu ídolo, sino simplemente porque así tuvo que ser. Te enteraste que meses antes de morir Cobain había conocido a su más grande ídolo, un escritor misántropo de la generación Beat que no conocías. Te interesó su vida y su percepción de las cosas y por algún tiempo te fuiste inclinando hacia un lado de la vida que podríamos llamar, como no, “oscurito”. Veías en todo ello la esencia de la vida, y las vidas de tus héroes te parecían lo que todo artista pretende vivir. Deseabas caer en el abismo de las drogas, en uno grande e ineludible pero siempre algo lo impedía; deseabas que llegara un pensamiento radical, que llevara tu existencia a un nivel inalcanzable. Mas nunca te atreviste y nadie se atrevió a empujarte. Seguiste tocando, eso sí, tratando de escribir canciones que pretendías no entender y emulando corrientes, escuelas y tendencias sin darte cuenta que lo que venía hacia ti también era la vida. Es más, era tu vida. Fue entonces cuando te afianzaste en ese otro proyecto: morir joven. Comenzó como un chiste, como una cosquilla mientras leías las noticias acerca de la sobredosis y el disparo más famosos de los años noventa. Tu vida sería su muerte, o viceversa, no importaba ya. Pero antes tendrías que trabajar duro, conseguir otros compinches y verdaderos dealers, por supuesto. La felicidad se hacía presente por medio de un plan para tu vida, un plan con final incluido. Llegaste a sentirte especial por concebir tu muerte como el más grande fin, como el destino al que llegarías por tu propia mano pero después de haber alcanzado éxito; un poco de fama, quizá no mucha, porque esa viene detrás. Así fueron pasando los días y tú, inocentemente creías que tus planes te pertenecían. Cultivaste, eso sí, el hábito de la depresión, primero de manera forzada y luego ya sin mucho esfuerzo. 
Los problemas en casa nacieron y aumentaron. Tu padre se fue a vivir con una jovencita un poco mayor que tu hermana y ésta se fugó meses después con un tipo a un cuarto de azotea. Te quedaste con mamá, como le decías, pero ella también se deprimía. Se alejaba de todo y sin darte cuenta, comenzaste a rumiar lenta pero insistentemente la idea del suicidio de una manera insistente pero lejana, posponiendo cada vez más el verdadero pensamiento, la ineludible intención. Y así, mediante acontecimientos sorpresivos la vida se hizo notar. Con esta situación de fondo terminaste la preparatoria y nadie se molestó en obligarte a continuar estudiando. Si acaso tu madre hizo un comentario, éste fue más que nada para mortificar a tu padre. Lo extraño fue que pese a tu amor por la música, nunca cruzó por tu mente estudiar una carrera en el Conservatorio de la ciudad o Bellas Artes aduciendo tu espíritu libre y formación independiente, de la calle. En cambio, conseguiste un trabajo que te permitiera ensayar por las tardes y tocar los fines de semana.
Entonces llegó Kika, tu Kim Gordon, y la vida volvió a cambiar. No olvidaste tu sueño pero lo empezaste a postergar porque todo se volvió fiesta, alcohol y sexo. Con Kika todo era más fácil, incluso la posibilidad de fracasar pese a que no pensabas en ello. Perdiste un poco la facilidad para construir tragedias y los días se superponían con desenvoltura. De la misma forma supiste que estaba embarazada y la idea, que en un principio te asustó, poco a poco se convirtió en esperanza, en convicción disfrazada de un futuro bienestar; de que eso no tendría porqué inmiscuirse en tus planes, en lo que habías determinado para ti. Aceptó que vivieran juntos en casa de tu madre todavía con la ilusión de que el éxito no se limita por un hijo. Y no sucede, pero con dos… Cuando nació Kenia, la segunda, tu padre había desaparecido por completo y entonces sí eras el hombre de la familia y ni tú ni Kika se preguntaban qué era lo que sucedía porque, bueno, en realidad no había razón para hacerlo. En cambio, como respuesta a esas interrogantes que nunca expresaron, dejaste de tocar en el bar de siempre, de ensayar con regularidad hasta que de plano mejor vendiste la guitarra y todo el equipo. Los demás integrantes no se opusieron pues también les habían crecido las responsabilidades. Lástima que la dignidad no tenga precio, pensaste con burla pero sin sacarlo.
Así los sueños quedaban atrás, entre pañales, colegiaturas, obesidad, cuentas por pagar, afores y tantísimas cosas más que no te esperabas; entre la estupefacción, la decepción e incluso la risa que causó la última estrella que murió a los veintisiete. Pero no todo está tan mal. Tienes una hermosa familia, tres hijos ahora, una madre que depende de ti y un futuro que promete no irse hacia otro lado. Poco a poco has ido gateando un escalafón diferente al que siempre deseaste y eso, en el fondo, te entristece. Nadie lo sabe porque alejaste a los amigos, al menos a los que de verdad te conocían y en tu casa se han acostumbrado a tus ratos de mal humor. Han aprendido a dejarte solo cuando te pones furiosos y deprimido y entonces el tiempo se vuelve tu aliado y enemigo. Tus anhelos regresan, los más oscuros, para mostrarte lo lejos que te encuentras de ellos.
Los regresos a casa se han convertido en lo de siempre. Solo algunos días algo cambia y sales a distraerte. Te notas hastiado pero encadenado a esas personas que debes amar. Recuerdas la idea del suicidio pero conforme pasa el tiempo te sabes incapaz de cometerlo, de arremeter con dolor sobre tus hijos, sobre los que te quieren. Hoy ha sido distinto. Por la mañana, en la oficina gubernamental donde transcurren torpes las horas, leíste un artículo que trata sobre la celebración de los veinte años de aquel famoso suicidio en Seattle; también de cómo fue su encuentro con Burroughs y una chispa se volvió a encender en tu pensamiento. No precisamente la idea del suicidio, más bien la certeza del paso del tiempo, el ejercicio de imaginar dónde se encuentran ahora esos dos personajes mientras tú debes laborar ocho horas diarias y luego correr, a veces, a tu otro empleo de medio tiempo. Te diste cuenta de todo lo que ha sucedido desde el momento en que pensaste que había algo entre ustedes tres, esa compenetración y esa afinidad que suponías entonces te llevaría por el mismo sendero que ellos. O al menos por uno parecido. Pero no, ahora eres una persona diferente, lo sabes, y algo más en tu interior se disparó: la certeza de que no eres, ni remotamente, lo que de adolescente deseabas ser.

Saliste de la oficina refunfuñando, renegando de todo y fuiste directo a casa, manejando el automóvil que debes. En el camino seguiste dándole vueltas a lo mismo pero un pensamiento te sorprendió. Nunca lo habías pensando y cuando llegó simplemente te dejaste llevar: comenzaste a imaginar que llegando, tu hogar estaría en llamas. Ya no alcanzarías a escuchar los gritos ni de los niños ni de Kika ni de mamá porque sería demasiado doloroso. Pero sí podrías encontrar, cuando el fuego hubiera sido aniquilado, los restos de la familia que tanto dices amar. Un dolor intenso se posó en tu pecho pero no detuvo tus pensamientos. Ahogaste un par de lágrimas para que no te vieran otros conductores y continuaste imaginando la soledad que llegaría después del funeral de toda tu familia; la devastación que un acontecimiento de tal magnitud traería a tu existencia y entonces, al fin, tener una excusa y un aliciente para intentar y justificar tu fin. De inmediato sentiste culpa por tener esa clase de pensamientos y pisaste el acelerador. Una sonrisa quién sabe si maligna se hizo notar en tu rostro al reafirmar que no habías perdido la capacidad para recrear tragedias y cuando llegaste a casa los abrazaste a todos con un sentimiento imposible de definir.     




sábado, 15 de febrero de 2014

La edad. El tiempo. Los sueños. Los días que transcurren sin misericordia. Nunca la ira, o bueno, a veces, pero casi siempre contra mi. Todo lo que hay, lo que no y lo que hubo. Todo lo que salva el amor. Todo lo que complica. Las noches de insomnio. La soledad, la que viene sola, la que busco yo. El arrepentimiento de lo no hecho, de lo que se quiere y no se puede aunque ahí no quepa. El miedo, el más grande. La culpa y la inanición. El deseo de estar cerca, siempre cerca y no poder tocarlo. La cobardía por no atreverse. La sensación de perder los minutos haciendo esto. Las oportunidades que se van, las que no llegan. La palabra escrita en la frente que me clasifica, limita o abre caminos. El camino que no es el propio, ¿por qué? Las añoranzas que poco a poco se convierten en obsesión. Las ideas que me hacen ser quien soy. La imposibilidad de no ser algún otro. La lagrima viva. El ardor en el pecho que ahora parece un vacío. La estupidez de creer en mañana, de tratar de olvidar el pasado. Las sorpresas que ya no lo son. La ilusión de que todo va a estar bien. La efusión amorosa que me salva. La que me ahoga con el temor de que acabará. La fuerza para luchar. La debilidad que me caracteriza, o cauteriza. La búsqueda del éxito. El encuentro con el fracaso. La justificación. Pensar en lo que él haría, en lo que hará. Las preguntas sin respuesta. Las respuestas que llegan solas, y tarde. El dolor de saber que seremos despojo. La necesidad de creer en la magia, en mí. La confianza en lo que creo, en lo que podría esperar. La espera, la espera. La ansiedad que brota de la nada, o de todo. El pensar en la ausencia que no debe ser. Las esperanzas encadenadas, las muertas. El callar. El andar mirando el suelo. La suposición de mi existencia. El saber que no sé mucho, pero saber que la muerte seguro viene y yo lo quiero a él. Él.