miércoles, 20 de noviembre de 2013

Vida a fin de cuentas


La indigente que camina siempre acompañada de tres perros y un costal sobre su espalda era la segunda que contaba. Iba frente a las instalaciones del teatro de la ciudad y el cuadro era algo costumbrista pero sobre todo decadente. El juego de ese día consistía en contar personas que hablan solas por la calle. Era un pasatiempo divertido y común, el cual solía realizar desde el asiento trasero del coche familiar y sobre todo en días con sol, ya que  en los grises le gustaba imaginar cosas más desagradables. A veces también cantaba, sobre todo cuando sus padres hablaban de él como si no estuviera presente, y cuando llovía, solía pensar que viajar en el asiento trasero era una seguridad porque así, cuando sucediera un choque frontal, ellos serían los primeros en recibir el impacto y posiblemente los primeros en morir, o si había algo más de suerte, los únicos. Algunas veces salir a recorrer las calles de la ciudad representaba solo imaginar el accidente que lo dejaría huérfano.  
            —Espero que todo esto no resulte inútil, ¿ya te dijo que quiere estudiar literatura? ¿Ser  un escritor? —le preguntó la madre a  su marido, con un dejo de burla pero sobretodo incredulidad. 
            —Ajá —respondió él— pero va a ser contador.
            —¡Ah claro, como la zorra con la que te acuestas! —le reprochó la mujer, para después buscar en su bolso una de las tres nuevas  pastillas que tomaba: trazodone, diazepam o secobarbital.
En ese momento contó al número tres. Un calvo de 47 años –calculó- que vestía una bermuda beige, zapatos tenis color rojo y una playera verde de la selección mexicana de futbol. Caminaba a toda prisa y al parecer monologaba a la misma velocidad. Con un algodón de azúcar rosa en la mano y como perseguido por el miedo o por su propio par de padres. La única pregunta que asomó por la cabeza de Felipe fue para quién sería el algodón, o si una golosina de esas podría darle, a él, algo de distracción en todo este sinsentido. La discusión, por otro lado, no había tenido réplica y los pasajeros de los asientos delanteros se habían concentrado en el mutismo de siempre pues era sabida la histeria de la mujer, la infidelidad del hombre y la infelicidad de los dos.
Supo que llegarían pronto, y cuando franquearon el crucero en el cual dos payasos con tristes caras realizan insulsos malabares, reconoció en ellos las mismas sonrisas afligidas de sus padres en todas las reuniones familiares. De momento sintió lástima, pero ésta se le apaciguó cuando ella gritó que no podían llegar tarde y su padre le replicó que se calmara o se tomara cinco tabletas más. Al doblar en el callejón donde se encontraba el consultorio del doctor Mendiola distinguió a la cuarta integrante de la lista. Era una anciana demacrada y casi a punto de morir.Caminaba con una soledad tan grande que, paradójicamente, parecía ser acompañada por una masa que usaba el espacio contiguo para intentar manifestarse; como si esa soledad pudiera transformar un espacio, convertirse en compañera y acomplejar la luz adyacente a la mujer. Felipe imaginó que la compañía de la mujer era su muerte y sonrió. Esto le dio una idea para el regreso a casa: identificar a las personas más cercanas al momento de morir, sin embargo, desechó casi de inmediato la propuesta de su imaginación pues en  las listas que creaba el lugar número uno siempre se lo adjudicaba a sí mismo.
            Justo entonces llegaron a la entrada del consultorio. Su padre estacionó el coche en seis movimientos y varios gritos y quejidos de su madre. Los tres descendieron después, sus padres discutiendo lo de siempre. La anciana que advirtió en la esquina les dio alcance y al pasar junto a ellos y notar el altercado dijo en alta voz: “este mundo es uno de locos”. Mamá y papá callaron y se dispusieron a entrar como cualquier familia feliz. La entrada al consultorio también fue la de siempre: ella acomodándole la ropa, el pelo y recordándole lo que tenía que decir; su padre, absorto en las nalgas de alguna desconocida que salía o entraba o pasaba por ahí.
La vacuidad del consultorio amenazaba su estabilidad y mientras esperaba sesión con el psicólogo, contenía trabajosamente la risa porque junto a la televisión, que transmitía una especie de curso de superación personal, colgaba un cuadro con una frase irónica: el mundo es un lugar para las mentes sanas. En ese momento se abrieron las puertas y su nombre fue mencionado con algo parecido a una mezcla de orgullo y conmiseración. Felipe no podía parar de reír.
El regreso a casa fue como tantos otros en otros tantos días que parecen no tener continuidad. Desistió en seguir con la cuenta de la gente por el disgusto que dejó en él el Dr. Mendiola, sus palabras y sobre todo sus miradas. ¿Cómo decirles que siente acoso de su parte? Aunque tal vez era cuestión de la imaginación, o de las entrepiernas, pensó. Por la noche no hizo tarea, escribió un cuento nuevo y pensó que el primer año de secundaria podría sobrellevarse. Tampoco bajó a cenar y le sorprendió un poco que su madre no fuera por él, que no lo reprendiera y por el contrario, le llevara la cena hasta su cuarto. Pero la sorpresa no paró ahí. La cena consistía en un par de huevos revueltos, jugo de naranja y dos rebanadas de pan tostado, además de algunos calmantes que lo hicieron dormir profundamente. Todo lo sucedido no fue lo que impresionó a Felipe, sino ver lágrimas en el fondo de los ojos de su madre y, sobre todo, escucharle palabras reconfortantes, palabras saltarinas y juguetonas que trataban de significar “todo va a estar bien”; palabras que hacía mucho tiempo no brotaban de su boca ni de sus ojos, del fondo de su ser.
En la mañana siguiente no hubo despertar. Su madre ni siquiera durmió y cuando él estaba a punto de salir para la escuela, como cada día sin desayunar y sin despedidas, el canto de una nueva mujer lo regresó, pausadamente, a la habitación donde su padre dormía de manera plácida, con la conciencia abierta al conocimiento de que ya no habrá nada más, al menos, en esta parte de la vida. Le sorprendió ver una maleta hecha muy cerca de la cama, también ver a su madre tan tranquila aunque con la mirada perdida. Sin duda alguna la amenaza de abandono y las múltiples infidelidades del esposo despertaron en ella el instinto homicida, aunque también podríamos añadir algo de esquizofrenia, soledad, miedo al futuro y un desorden alimenticio. A pesar de todo lo analizado nadie supo cómo fue que el hombre tenía tal cantidad de estupefacientes en el cuerpo, al grado de no resistir cierto llamado muy conocido y en este caso, involuntario. Únicamente se pudo escuchar a través de esa tétrica mañana la voz de la mujer, fluida y feliz a lo largo de la calle, sin detenerse en cada esquina para mirar primero a un lado y luego hacia el otro.
En la imaginación de Felipe quedó registrado el momento en que su madre era trasladada al sanatorio mental de la ciudad y su padre al cementerio de la misma. Si bien había sospechado el desorden mental en las personas, nunca se atrevió a pensar en alguna consecuencia fatal. Tampoco nunca se había puesto a pensar en la rapidez del tiempo y en cómo los días nos llevan de un lugar a otro mientras nos dedicamos a parpadear. Pero había pasado y ahora, al parecer, la tía Gertrudis y su esposo se harían cargo de él. Fueron los que arreglaron el sepelio y los que dispusieron de una pequeña habitación en su casa, la cual habían construido esperando a un hijo que nunca llegó. La disposición en ellos fue algo inusual ya que jamás existió una verdadera relación familiar y lo poco que sabía de ellos era que afortunadamente nunca tuvieron descendencia. 

Siete meses después del fatídico suceso Felipe regresa a casa de la tía Gertrudis, es de noche y ha preferido pasar la tarde por ahí, hablando mientras camina solo por las calles de la ciudad pero mirando de un lado a otro con desconfianza. Cuando traspasa la puerta es un poco más noche, las estrellas relucen con intensidad pero desafortunadamente tienen que quedarse afuera. No hay cena y la tía Gertrudis lo regaña, le pregunta dónde ha estado y por qué no llega más temprano; le dice que su tío ya está por llegar y habrá que apresurarse. Enmudecido, el adolecente sube las escaleras.Sabe lo que sigue, lo que harán todos en esta noche y no consigue descifrar si le desagrada o, poco a poco, se ha ido acostumbrando. Lo único que sabe es que debería escribirlo todo pero al revés, escribir una historia donde no suceda lo que pasa en este lado de la vida.
Entra al cuarto en el que ha sobrevivido esos días o como sea que les llama la gente, pretende que pone el seguro imaginario a la puerta y pretende que esa oscuridad lo protege. A pesar de ese sentimiento que desconoce se desnuda y se tiende sobre la pequeña cama, como se acostumbra en esta casa. En un instante que de tan imperceptible se vuelve intolerable, entra Gertrudis con su bata de seda, se sienta en el borde de la cama y dice que “Pancho está por llegar, que hay que apurarse”. Extiende entonces la mano y toca la entrepierna del sobrino con alevosía, con necesidad, y cuando siente la tensión se deshace de su bata, se introduce en la cama y busca la conjunción de la inconsciencia con la juventud. Cuando el ruido de un motor se apaga fuera de la casa, Gertrudis ya está en la cocina. Francisco entra y prefiere no cenar, se justifica con cansancio y el hecho de haber trabajado hasta tarde y por el contrario, plantea irse a dormir.Sube a la habitación así, sin más, porque en ese matrimonio ya no hay nada que hacer o decir. El señor de la casa espera pacientemente el transcurrir de una hora o dos -solo la noche lo sabe- y cuando cree que su mujer duerme lánguidamente, se levanta cauteloso y camina unos metros hasta la puerta de la habitación del muchacho que sigue desnudo y ahora, boca abajo. Felipe lo espera, lo intuye y lo siente entre las sabanas pensando que en todo esto no hay muchas risas ya y que, tal vez, falte poco para el amanecer. 
There is only one way to read, which is to browse in libraries and bookshops, picking up books that attract you, reading only those, dropping them when they bore you, skipping the parts that drag and never, never reading anything because you feel you ought, or because it is a part of a trend or a movement. Remember that the book wich bores you when you are twenty or thirty will open doors for you when you are forty or fifty and viceversa. Don’t read a book out of its right time for you.
Doris Lessing “The golden notebook”.


Pese a la cita escrita, esta entrada no tratará sobre la escritora británica y recién fallecida, aunque debería. Y no será así porque en realidad solo he leído un libro suyo y mi memoria no sería de gran ayuda. En cambio comentaré sobre otros dos escritores que también ganaron el premio Nobel y que leí recientemente: J. M. Coetzee y Orhan Pamuk.
                Tal vez la gran pregunta sea ¿por qué? Y la respuesta obvia es: porque quiero y puedo. Bueno, no tanto, supongo que únicamente es a manera de ejercicio y un poco de homenaje a dos libros que me tuvieron atado pero sobre todo, que al terminarlos (y durante la lectura) me dejaron con una exaltación de sentimientos bastante fuerte. Y es que como dijo la señora Lessing, a veces estás listo para un libro, a veces no, pero en mi caso al menos, la mayoría de las ocasiones disfruto lo que leo y casi siempre siento algo en el pecho, en el estómago o en el cerebro.    
                Desgracia, de J. M. Coetzee, plantea la situación de un hombre viejo, su soledad y algunas situaciones que le plantea la vida con relación a su hija y su profesión pero sobre todo, plantea el desgarramiento y la problemática que significa enfrentar un hecho para el que probablemente no se está preparado. Sin duda, uno de los elementos presentes en la novela y que la marcan como “densa”, es la soledad del personaje principal y sobre todo, su enfrentamiento con la vejez, además de todo lo complicado que pueda resultar contar una historia dentro de Sudáfrica. De este modo culpa, redención, intentos de respeto, aspectos políticos y sociológicos se adhieren a la trama y en lo personal, lo que más me afectó: eutanasia canina.
                La mayoría de los personajes son complejos, sobre todo Lucy, la hija de David Lurie y aunque poco a poco se van descubriendo los intereses de algunos de ellos, lo que queda claro es la dificultad en las relaciones humanas, algo que probablemente sea demasiado conocido sin embargo, en Desgracia persiste una sensación de incomodidad que va más allá de cualquier decisión actual o del pasado. Debo confesar que lo leí en un momento en el que no me sentía del todo feliz y la sensación que me dejó fue intensa y hasta un poco dolorosa, sobre todo con el final.
                La historia de Nieve se desarrolla en Turquía y me parece que una de sus principales características, al igual que Desgracia, es la soledad de los personajes principales. Ka, el protagonista, es un poeta solitario que regresa a la mencionada ciudad y se enfrenta con problemas políticos, amorosos y sociales pero encuentra la inspiración necesaria como nunca antes lo había hecho. Atraído por una ola de suicidios de jóvenes mujeres que a fin de cuentas no queda claro si en realidad se suicidan o no, y por unas elecciones que pueden marcar una diferencia, se ve inmerso en una disyuntiva existencial que tiene que ver con cuestiones ideológicas, religiosas, políticas pero sobre todo amorosas.      
                Se dice que la novela es muy política y sí, lo es. También es lenta pero muestra la problemática de Oriente bajo una trama que a la vez expone la soledad de una manera singular. El autor crea un microcosmos empleando una anécdota donde la acción se desarrolla en solo tres días y, cobijado bajo un escenario donde predomina la nieve y las sensaciones que ésta puede provocar, presenta una historia que resulta bastante sensible aunque con ingredientes varios: metaficción, intertextos y poesía que nunca aparece que todos sabemos está ahí.   
                Mientras leía esta novela continuaba con el mood depre de la anterior y lo que más me quedo claro es que Nieve es melancolía.             

domingo, 17 de noviembre de 2013

¿Quémediríasiledijeraquenadalehaceaunofelizenlavidaexceptoelamornilasnovelasquepuedaescribirnilasciudadesquepuedaverqueestoymuysoloenlavidaquequierovivirenestaciudadconustedhastaquememuera?

Orhan Pamuk, Nieve.

domingo, 10 de noviembre de 2013

Las ambulancias no me sirven
lo que tengo en el estómago
no es veneno
y tampoco lo que deja el desamor:
es la certeza de que ya nada será igual
a todo lo que he conocido sobre mí.

He vivido un amor irreparable.

Y a veces lamento
que la pericia del suicidio se haya marchado
entre los ideales de mi juventud
y solamente puedo
extender los ojos para imaginar
que la infancia vuelve perdurable
sin constreñimientos.  

Pero el niño que pregunta
hace mucho que perdió sus inquietudes.

Ahora soy el hombre
al que las respuestas le llegaron solas
y además le sorprendieron
mirando hacia otro lado
esperando la esperanza
en dirección equivocada.

No hay una gota de arrepentimiento
no
pues en tus brazos habrá lo que le sigue
al amor y en los míos
ataduras que me darán otro tipo

de felicidad.