La indigente que camina siempre acompañada
de tres perros y un costal sobre su espalda era la segunda que contaba. Iba
frente a las instalaciones del teatro de la ciudad y el cuadro era algo
costumbrista pero sobre todo decadente. El juego de ese día consistía en contar
personas que hablan solas por la calle. Era un pasatiempo divertido y común, el
cual solía realizar desde el asiento trasero del coche familiar y sobre todo en
días con sol, ya que en los grises le
gustaba imaginar cosas más desagradables. A veces también cantaba, sobre todo cuando
sus padres hablaban de él como si no estuviera presente, y cuando llovía, solía
pensar que viajar en el asiento trasero era una seguridad porque así, cuando
sucediera un choque frontal, ellos serían los primeros en recibir el impacto y
posiblemente los primeros en morir, o si había algo más de suerte, los únicos.
Algunas veces salir a recorrer las calles de la ciudad representaba solo
imaginar el accidente que lo dejaría huérfano.
—Espero
que todo esto no resulte inútil, ¿ya te dijo que quiere estudiar literatura?
¿Ser un escritor? —le preguntó la madre
a su marido, con un dejo de burla pero
sobretodo incredulidad.
—Ajá
—respondió él— pero va a ser contador.
—¡Ah
claro, como la zorra con la que te acuestas! —le reprochó la mujer, para después
buscar en su bolso una de las tres nuevas
pastillas que tomaba: trazodone, diazepam o secobarbital.
En ese momento contó al
número tres. Un calvo de 47 años –calculó- que vestía una bermuda beige,
zapatos tenis color rojo y una playera verde de la selección mexicana de
futbol. Caminaba a toda prisa y al parecer monologaba a la misma velocidad. Con
un algodón de azúcar rosa en la mano y como perseguido por el miedo o por su
propio par de padres. La única pregunta que asomó por la cabeza de Felipe fue
para quién sería el algodón, o si una golosina de esas podría darle, a él, algo
de distracción en todo este sinsentido. La discusión, por otro lado, no había
tenido réplica y los pasajeros de los asientos delanteros se habían concentrado
en el mutismo de siempre pues era sabida la histeria de la mujer, la
infidelidad del hombre y la infelicidad de los dos.
Supo que llegarían
pronto, y cuando franquearon el crucero en el cual dos payasos con tristes
caras realizan insulsos malabares, reconoció en ellos las mismas sonrisas
afligidas de sus padres en todas las reuniones familiares. De momento sintió
lástima, pero ésta se le apaciguó cuando ella gritó que no podían llegar tarde
y su padre le replicó que se calmara o se tomara cinco tabletas más. Al doblar
en el callejón donde se encontraba el consultorio del doctor Mendiola
distinguió a la cuarta integrante de la lista. Era una anciana demacrada y casi
a punto de morir.Caminaba con una soledad tan grande que, paradójicamente,
parecía ser acompañada por una masa que usaba el espacio contiguo para intentar
manifestarse; como si esa soledad pudiera transformar un espacio, convertirse
en compañera y acomplejar la luz adyacente a la mujer. Felipe imaginó que la
compañía de la mujer era su muerte y sonrió. Esto le dio una idea para el
regreso a casa: identificar a las personas más cercanas al momento de morir,
sin embargo, desechó casi de inmediato la propuesta de su imaginación pues
en las listas que creaba el lugar número
uno siempre se lo adjudicaba a sí mismo.
Justo
entonces llegaron a la entrada del consultorio. Su padre estacionó el coche en
seis movimientos y varios gritos y quejidos de su madre. Los tres descendieron
después, sus padres discutiendo lo de siempre. La anciana que advirtió en la
esquina les dio alcance y al pasar junto a ellos y notar el altercado dijo en
alta voz: “este mundo es uno de locos”. Mamá y papá callaron y se dispusieron a
entrar como cualquier familia feliz. La entrada al consultorio también fue la
de siempre: ella acomodándole la ropa, el pelo y recordándole lo que tenía que
decir; su padre, absorto en las nalgas de alguna desconocida que salía o
entraba o pasaba por ahí.
La vacuidad del
consultorio amenazaba su estabilidad y mientras esperaba sesión con el
psicólogo, contenía trabajosamente la risa porque junto a la televisión, que
transmitía una especie de curso de superación personal, colgaba un cuadro con
una frase irónica: el mundo es un lugar para las mentes sanas. En ese momento
se abrieron las puertas y su nombre fue mencionado con algo parecido a una
mezcla de orgullo y conmiseración. Felipe no podía parar de reír.
El regreso a casa fue
como tantos otros en otros tantos días que parecen no tener continuidad.
Desistió en seguir con la cuenta de la gente por el disgusto que dejó en él el
Dr. Mendiola, sus palabras y sobre todo sus miradas. ¿Cómo decirles que siente
acoso de su parte? Aunque tal vez era cuestión de la imaginación, o de las
entrepiernas, pensó. Por la noche no hizo tarea, escribió un cuento nuevo y
pensó que el primer año de secundaria podría sobrellevarse. Tampoco bajó a
cenar y le sorprendió un poco que su madre no fuera por él, que no lo
reprendiera y por el contrario, le llevara la cena hasta su cuarto. Pero la
sorpresa no paró ahí. La cena consistía en un par de huevos revueltos, jugo de
naranja y dos rebanadas de pan tostado, además de algunos calmantes que lo
hicieron dormir profundamente. Todo lo sucedido no fue lo que impresionó a
Felipe, sino ver lágrimas en el fondo de los ojos de su madre y, sobre todo,
escucharle palabras reconfortantes, palabras saltarinas y juguetonas que
trataban de significar “todo va a estar bien”; palabras que hacía mucho tiempo
no brotaban de su boca ni de sus ojos, del fondo de su ser.
En la mañana siguiente
no hubo despertar. Su madre ni siquiera durmió y cuando él estaba a punto de
salir para la escuela, como cada día sin desayunar y sin despedidas, el canto
de una nueva mujer lo regresó, pausadamente, a la habitación donde su padre
dormía de manera plácida, con la conciencia abierta al conocimiento de que ya
no habrá nada más, al menos, en esta parte de la vida. Le sorprendió ver una
maleta hecha muy cerca de la cama, también ver a su madre tan tranquila aunque
con la mirada perdida. Sin duda alguna la amenaza de abandono y las múltiples
infidelidades del esposo despertaron en ella el instinto homicida, aunque
también podríamos añadir algo de esquizofrenia, soledad, miedo al futuro y un
desorden alimenticio. A pesar de todo lo analizado nadie supo cómo fue que el
hombre tenía tal cantidad de estupefacientes en el cuerpo, al grado de no
resistir cierto llamado muy conocido y en este caso, involuntario. Únicamente
se pudo escuchar a través de esa tétrica mañana la voz de la mujer, fluida y
feliz a lo largo de la calle, sin detenerse en cada esquina para mirar primero
a un lado y luego hacia el otro.
En la imaginación de
Felipe quedó registrado el momento en que su madre era trasladada al sanatorio
mental de la ciudad y su padre al cementerio de la misma. Si bien había
sospechado el desorden mental en las personas, nunca se atrevió a pensar en
alguna consecuencia fatal. Tampoco nunca se había puesto a pensar en la rapidez
del tiempo y en cómo los días nos llevan de un lugar a otro mientras nos
dedicamos a parpadear. Pero había pasado y ahora, al parecer, la tía Gertrudis
y su esposo se harían cargo de él. Fueron los que arreglaron el sepelio y los
que dispusieron de una pequeña habitación en su casa, la cual habían construido
esperando a un hijo que nunca llegó. La disposición en ellos fue algo inusual
ya que jamás existió una verdadera relación familiar y lo poco que sabía de
ellos era que afortunadamente nunca tuvieron descendencia.
Siete meses después del
fatídico suceso Felipe regresa a casa de la tía Gertrudis, es de noche y ha
preferido pasar la tarde por ahí, hablando mientras camina solo por las calles
de la ciudad pero mirando de un lado a otro con desconfianza. Cuando traspasa
la puerta es un poco más noche, las estrellas relucen con intensidad pero
desafortunadamente tienen que quedarse afuera. No hay cena y la tía Gertrudis
lo regaña, le pregunta dónde ha estado y por qué no llega más temprano; le dice
que su tío ya está por llegar y habrá que apresurarse. Enmudecido, el
adolecente sube las escaleras.Sabe lo que sigue, lo que harán todos en esta
noche y no consigue descifrar si le desagrada o, poco a poco, se ha ido
acostumbrando. Lo único que sabe es que debería escribirlo todo pero al revés, escribir
una historia donde no suceda lo que pasa en este lado de la vida.
Entra al cuarto en el
que ha sobrevivido esos días o como sea que les llama la gente, pretende que
pone el seguro imaginario a la puerta y pretende que esa oscuridad lo protege.
A pesar de ese sentimiento que desconoce se desnuda y se tiende sobre la
pequeña cama, como se acostumbra en esta casa. En un instante que de tan
imperceptible se vuelve intolerable, entra Gertrudis con su bata de seda, se
sienta en el borde de la cama y dice que “Pancho está por llegar, que hay que
apurarse”. Extiende entonces la mano y toca la entrepierna del sobrino con
alevosía, con necesidad, y cuando siente la tensión se deshace de su bata, se
introduce en la cama y busca la conjunción de la inconsciencia con la juventud.
Cuando el ruido de un motor se apaga fuera de la casa, Gertrudis ya está en la
cocina. Francisco entra y prefiere no cenar, se justifica con cansancio y el
hecho de haber trabajado hasta tarde y por el contrario, plantea irse a dormir.Sube
a la habitación así, sin más, porque en ese matrimonio ya no hay nada que hacer
o decir. El señor de la casa espera pacientemente el transcurrir de una hora o
dos -solo la noche lo sabe- y cuando cree que su mujer duerme lánguidamente, se
levanta cauteloso y camina unos metros hasta la puerta de la habitación del
muchacho que sigue desnudo y ahora, boca abajo. Felipe lo espera, lo intuye y
lo siente entre las sabanas pensando que en todo esto no hay muchas risas ya y
que, tal vez, falte poco para el amanecer.