domingo, 15 de diciembre de 2013

La cuarta embolia


Instantes después de que Regina entró corriendo en la sala vio los gritos de su madre rebotar sobre el piso y luego sobre las paredes, los esquivó y les dijo adiós con la mirada cuando atravesaron el umbral de la puerta. Con esa misma mirada buscó la de su abuela y al encontrarla corrió hasta ella, se sentó sobre el piso y apoyó su cabeza en el regazo de la anciana que ahora tenía una mueca permanente sobre la boca. Murmuró algo guturalmente y al escuchar los sonidos distorsionados, la niña pensó que las palabras que salían de esos labios estaban chuecas también y eran, por tanto, la razón por la cual no las entendía. Esa misma mañana, mientras ella jugaba a conjugar los números en la escuela, su abuela regresó en ambulancia del hospital. Le hubiera gustado escuchar las sirenas pero no fue así. Luego, tras superar una sensación desconocida, escuchó a su madre decir a través del teléfono: ha sido la tercera embolia.
Vino entonces a la mente de Regina la imagen que desde hacía meses se había forjado de la palabra que la perseguía, la atemorizaba y de la que desconocía el significado exacto: embolia. Esa palabra como una especie de anciana jorobada más que su abuela; una anciana fea y arrugada; mala, y con todos los años del mundo pero sobre todo, enojada hasta el infinito. No entendió la causa por la cual relacionaban a “embolia” con su abuela si eran tan diferentes que –pensaba- no podían siquiera ser malas amigas.
Como su madre no le ofreció comer, la nieta se dedicó a sonreírle a la abuela o, mejor dicho, a corresponderle sonrisas, ya que para Regina la mueca de su abuela no era mueca, sino risitas tergiversadas y eran tantas que probablemente tendría que estirar mucho esa contorsión del rostro para que salieran todas. Eso le decían los ojos cansados, anclados a un gran momento por venir que tenía frente a ella. En ese duelo afectuoso se encontraban cuando un grito de su mamá la tomó desprevenida y la golpeó: ¡no juegues tu abuela, Regina! Triste por fuera y con una sonrisa apagándosele por dentro, posó de nuevo su cabeza en ese regazo conocido y murmuró casi para ella misma: ¿cuándo me contarás otra historia?
Segundos después una fuerte flojera invadió el espacio, se quedó dormida y posteriormente se encontró sentada en el extremo de una barca pequeña de colores vivos. Su abuela en el otro extremo, joven y de pie, daba la espalda al viento y el frente de su cuerpo, ahora recto y macizo, hacia ella. A pesar de la juventud del rostro antes anciano la niña pudo reconocerla. Era la misma imagen de una fotografía que colgaba en una pared de la sala, sobre la cual le había escuchado alguna vez decir, le tomaron cuando fue más feliz. 
— ¡Abuela! —dijo la niña, con algo en la voz parecido a la estupefacción pero más indescriptible.
— Sí —contestó la joven anciana sin mover los labios, hablando con el vientre o con los ojos o con la frente o con las firmes caderas. 
— ¿A dónde vamos? —preguntó la niña mirando hacia otro lado, como al de afuera. Pero debido a que el paisaje captó entonces toda su atención, Regina no logró escuchar la respuesta: “a que inventes un sueño para que luego se lo cuentes a los que se sientan mal”.
La barca navegaba por un río, era caudaloso en ciertos momentos y olas enormes sobresalían por encima de la cabellera de la abuela, cabellera que atrapaba recuerdos y los examinaba para luego desechar los que percibía indeseables. Ese río era rabioso pero inofensivo y el agua que contenía era transparente. No era una transparencia azul sino blanca. Era como un río de cristal, de celofán o hule transparente. De pronto unos lamentos atemorizaron a la pequeña pero la cara impasible de la abuela la tranquilizó:
—No tengas miedo, son unas efemérides llorando porque han sido olvidadas, están en el fondo del río, míralas —le ordenó. 
La niña bajó la mirada y las vio caminar como ciegas. Cuando levantó los ojos vio otras barcas con distintos pasajeros. Algunos eran hombres, algunas mujeres y algunos otros animales. Pero a diferencia de su abuela, todos iban de cara al viento y además había algo peculiar: hombres y mujeres estaban solos y su rostro estaba diseminado en rayones. Sus caras eran los mismos rayones que ella empleaba para borrar los errores que cometía al hacer la tarea y por los cuales su madre la reprendía constantemente recordándole la existencia del borrador. La sorpresa que se instalaba cada vez más pesada donde estaba su sonrisa le impidió hacer un comentario y casi fue posible ver cómo el pasmo hacía resbalar por la comisura izquierda de su boca un pequeño retozo. En los animales, por otro lado, se intuían sin excepciones rostros felices y sabios. Regina descubrió a un mandril y a un tucán e inquieta preguntó a su abuela por qué no se iban hacia los árboles de las orillas. Entonces la vieja-joven le contestó que esos no eran árboles sino años; que lo que salía de sus troncos eran días y lo que colgaba de ellos eran horas que contenían a su vez suspiros, de los cuales los más grandes eran minutos y los más chicos segundos y que esos suspiros tenían, como semillas, sueños que se echaron a perder.   
En esos momentos Regina no comprendió la mortalidad del tiempo y otras cosas porque habían llegado al lugar desde donde se advertían dos cataratas. Por una se vertían torrentes de tristeza y por la otra alegría. Ambos chorros caían sobre el río y se mezclaban para luego desaparecerse, uno a otro y luego al revés, en medio de la transparencia.
Los ojos de Regina eran atónitos y un poco desproporcionados, ellos entendían pero en su pequeño cuerpo se albergaban grandes dudas. Alcanzó a ver, un poco lejanas, caras entre el bosque de años. Esas caras no tenían cuerpo y flotaban somnolientas. Una llamó su atención. Tenía mejillas anchas, una gran melena enmarañada y por la boca le salían canciones que le hicieron pensar en su padre. Recordó uno de los discos que él tenía y que de vez en cuando escuchaba; tenía la foto de este mismo rostro y era la cantante que su padre le había dicho, estaba enterrada en el “blus”. Entonces preguntó si ese lugar era el “blus” y la voz que parecía salir del cuerpo de su abuela le respondió que no, que ese lugar era triste pero también feliz; que allí ya no había melancolía. Regina se alegró porque sacaría a su padre de un gran error, le diría que la cantante vivía con mucha gente más; que la vio cantar junto a un señor negro que tocaba una guitarra con los dientes. Volvió la mirada hacia su abuela y entonces oyó decirle, esta vez sí con los ojos:
—Ah, todos ellos son todavía inmortales.
Regina quiso cantar también pero el sonido se atoró en su garganta porque un pequeño grito feliz sobrevoló la barca. “Allí está tu abuelo” se escuchó entre las fisuras del aire. La chiquilla lo reconoció sin conocerlo y la barca detuvo su marcha cerca de una de las orillas. Su abuela la abrazó con la memoria y de su cabello saltó el recuerdo más grande para refugiarse en el suyo, luego le pidió dos monedas. Regina sacó las únicas dos que traía en sus pantalones de pana amarillo y se las entregó. Eran monedas de chocolate.
La anciana-joven insertó el par de monedas en una maquinita de la canoa donde la niña pudo deletrear, no sin dificultad: “Flo-ti-lla-Ca-ron-te”, luego bajó y se acurrucó en el que había sido su marido. Por los ojos de Regina asomaron unas lagrimas altaneras pero la centenaria mujer calmó ese brote de congoja y le dijo -otra vez sin voz- “no llores, te voy a estar esperando detrás de aquella montaña de promesas”. Sin darle tiempo para responder, la barca deshizo el camino y todo el ambiente que la niña había recorrido pasaba al revés, con velocidad instantánea, tanto que Regina solamente alcanzó a levantar una mano como símbolo de despedida.
Mientras veía todo retroceder alguien la estrujaba por el hombro. Era su padre que le pedía despertar y dejar a la abuela descasar en paz. Sacudiéndose la modorra de los ojos y caminando indecisa, la pequeña le dijo que venía del blus, que vio a la cantante greñuda; que le dijera qué eran efemérides, qué era Caronte y también que quería escribir un sueño. Sin obtener respuesta llegó hasta la mesa sobre la que humeaban ya los platos con sopa. Después de sentarse volvió a preguntar cómo se contaba un sueño y su madre, un tanto irritada, le dijo:
— ¡Ay Regina, otra vez con tus cosas, por favor cómete la sopa!
Callada y meditabunda empezó a comer, pero discretamente otra sonrisa fue apareciéndole en la boca. La sopa era de letras. 


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