Saliste
de un suspiro, me dijo. Yo no lo creí porque sabía que él era también un
soñador. Y no es que eso de soñar fuera malo, es solo que yo deseaba seguir
confiando en las certezas. Con esa voz inconfundible dijo que las certezas eran
como lo azul de las cerezas. No entendí, como casi siempre que intercambiaba palabras
con él. Apreté un poco más mi abrigo, con la mano izquierda, e inicié mi caminar
hacia la casa aquélla donde ya casi no sentía tus olores ni tus sueños
olvidados porque un día los reencontraste y pretendiste huir con ellos y en ese
acto llevarte los míos también. Entonces Benito inició también su caminata
sobre la misma calle pero en opuesto sentido, encorvado y con una especie de
paso marcial que generaba risotadas en los niños que siempre lo rodeaban, lo
perseguían y le preguntaban cosas tan infantiles de sabias y a las cuales
Benito sabía siempre responder. Caminó sin notar la nieve un poco tísica que resbalaba
sobre un aire indiferente hasta llegar a la tierra que la recibía con desdén.
Me abrigué mientras caminaba, o eso pensé.
Hablar
con Benito siempre me aturdía, no por el tono de su voz, tan aguda que rayaba
en chillona y fluía tan rápido que parecía mantener una constante carrera con sus
pensamientos, sino por toda la sarta de letras que le brotaban a gran
velocidad. Inclementes, diría yo. La mayoría de la gente lo dejaba hablar,
hablar y hablar mientras escondían su mirada en la lejanía de los pensamientos
propios para de pronto, descubrir que olvidarse de él era fácil. Tenía 46 y una
rara enfermedad, una que a nadie le importaba pero que lo hacía ver como un
idiota cuando en realidad su inteligencia era mayor a la de todas las personas
que le rodeaban.ota cuando en realidad
su inteligencia era mayor alare indiferente tambien, Eso fue lo primero que me contaron de él. En
realidad no le conocí lo suficiente. Lo sé, ¿cuándo terminas de conocer
totalmente a una persona? Ojalá lo hubiéramos entendido bien, tú y yo.
La
primera vez que oí hablar de Benito Figueroa fue por boca de Don Pepe ¿lo
recuerdas Mariana? Aquél señor que hoy ha de ser más viejo, si no difunto. Fue
hace algunos años; tú y yo estábamos juntos y teníamos qué, ¿veintitrés? No lo recuerdo
bien pero tratando de ser puntual diré que la edad suficiente para creer
demasiado en el amor todavía; la suficiente para creer que nuestra relación
perduraría sobre el tiempo, el hastío, la costumbre y otros ardores. Nunca te hablé
de él porque nunca lo tomé en serio, aunque desde tu ausencia, mi vida ha
estado en continuo contacto con él. No directamente, solo lo suficiente para
poder relatarte su historia, o a tu recuerdo, que desafortunadamente para mi es
casi lo mismo.
Ese
día don Pepe hablaba acerca de la nueva máquina impresora de fotografías que
había sido comprada por el almacén, cuando yo aún no empezaba mi relación
laboral con El mundo sepia. Según él,
la instalación de la maquina fue una monserga y no hubo persona dentro de la
tienda que lograra hacerla funcionar de manera eficaz. Se hizo lo imposible
para que las imágenes que procesaba salieran con el tono adecuado, físico y
sentimental. Se mezcló varias veces el agua con el revelador; se pensó varias
veces en la función del fijador, en lo necesario para lograr una impresión perfecta
o, mínimo, feliz: se aplicó una densidad adecuada y una argamasa de cianos,
magentas y amarillos; se hizo lo imposible, dijo don Pepe, pero esa máquina, un
modelo obsoleto, no funcionaba. Y entonces, en algún momento de la tarde,
cuando la paciencia del dueño y empleados iniciaba su camino hacia la
exasperación y justo cuando esa misma tarde parecía desinteresarse de los
hombres y perseguir con somnolencia al sol, entró Benito Figueroa entonando una
canción hinchada de felicidad pero que, en su voz, resultaba repleta de una tristeza
que poco a poco se convertía en hilaridad. Según don Pepe, no era la primera
vez que se presentaba en ese establecimiento y ya era un personaje conocido en
el ambiente fotográfico de esa parte de la ciudad, la del centro histórico y
decadente.
Entró
hasta el laboratorio y sin desearlo se enteró de la problemática. Segundos
después inició una serie de palabras concernientes a ingeniería, matemáticas y
ética; cambio climático, psicología, física y un largo etcétera mientras sacaba
de su chaqueta unas pinzas con dos clases de destornilladores, una navaja,
tijeras, sacacorchos y otro extenso etcétera. Las palabras se sucedían en su
boca igual que un torrente de agua color azul metálico que inundaba todo el
espacio contiguo, incluida la paciencia del más paciente y, ante la perpleja
mirada de los que ahí se encontraban, Benito comenzó con la reparación de la maquina
impresora; generadora de recuerdos agradables y otros no tanto. Más atónitos
quedaron al presenciar la completa reparación y el perfecto funcionamiento de
la “maquinita”, como se supone le dijo.
Don
Pepe afirmaba que Benito era inteligente y culto y sí, las veces que hablé con
él noté un lenguaje amplio y muy fluido, demasiado en realidad. Frente a la
mirada de sus conocidos era un genio que había perdido la razón, un genio
marchito si nos queremos poner románticos. Parecía que la imaginación le había
explotado y los pedazos, infinitos, le brotaban por los labios y a gran
velocidad.
Caían
las estrellas sobre la calle acompañadas por los sueños de las personas que
regresaban a casa exhaustas después de un día laboral cuando Benito tuvo que
dejar el establecimiento porque lo iban a cerrar. Pasó el resto de la tarde
relatando su vida, aunque para todos los que escuchaban era ésta más bien toda una
invención. Del dinero que el dueño le dio por sus servicios no hizo ningún
comentario, ninguna mención. Se limitó a guardarlo en el único bolsillo que su
roto pantalón contenía luego de observarlo como un ateo podría observar a dios,
recreado en ese mismo tamaño y utilidad.
Este
ciprés crecerá junto a los lirios que sembré para ti Mariana. Espero que el árbol
no levante el cemento del patio. Sé que siempre quisiste agrandar el jardín, lo
recuerdo y te prometo hacer algo más con este espacio. Como dijo Benito, con el
tiempo viene el acomodo de las cosas, cuando le platiqué tu decisión de
marcharte, aquel día que nos nevó poquito. También comentó algo de una señora,
la que fue su esposa meses después, creo yo aunque no estoy seguro pues la
indiferencia que me señalabas entonces ha resultado ser una verdad. Dejé de
ponerle atención cuando me hablo de esa misma indiferencia, que me reprimía y
también de la rara existencia del tiempo, así como el uso que algunos no
sabemos darle al mismo; de las consecuencias de ese binomio en mí y las
repercusiones que traerían en lo nuestro. Eso me alteró y días más tarde sucedió
lo que tú y yo sabemos. A veces me arrepiento, pero sé que sabes que te amo.
La
esposa de Benito se llamaba Roberta y era fea. Demasiado. También era gorda y
bondadosa. Se casaron unos meses después de conocerse y la boda la pagaron
varios conocidos, fue solamente una mínima celebración. Ese día el vestido
blanco de la novia conseguido sin duda en un bazar callejero, igual que el
traje que portaba el novio, contrastaba en gran medida con su piel morena
extremo. Resultaron una pareja de esas que solemos llamar “bonita”, aunque el
mote más bien es inexacto ya que los dos se veían grotescos. Mejor diré que
eran el uno para el otro. Yo hice las fotos, entonces era malo y ahora soy
peor. El retoque dejo de funcionar en la primera toma, sin embargo las viñetas,
las poses, los filtros y la gradación de luz hicieron que todo funcionara. Un evento
muy kitsch, dijo alguno sin saber lo que decía pero nadie lo cuestionó.
Y
en la última toma nos reconocí, Mariana.
Moría
la tarde y su resplandor fue parte del campo visual en aquella imagen, donde un
par de feos hizo de un beso un momento con magia; magia de la que parece inmune
al tiempo y sus dolores. Ese atardecer contrastaba con la pobreza reflejada en
los demás componentes del retrato pero la sensación de amor irracional llenó
mis ojos. O tal vez solo me gustó la fotografía y por ello recordé cuando
nuestra relación la vivíamos sin nada que le estorbara; recordé tus promesas de
una relación eterna bajo la incandescencia de los rayos solares y la nobleza de
la imaginación en las noches oscuras. Tú ya habías desaparecido y todos comenzaban
a extrañarte.
Esa
fotografía la tengo presente por el momento que representa para mí, pues me
ayudó con lo de tu ausencia y me permitió acercarme otra vez a ti, repleto de sensaciones
nuevas y con otros planes, planes que ahora intento mantener en marcha. Te digo
que nos encontré porque no sabía cómo
volver a hablarte luego del acontecimiento que ha cambiado mi vida y claro, la
tuya. Recobré nuestros recuerdos y por eso, valientemente ahora estoy aquí,
ahora que aunque lo sucedido me pesa también me alivia y me mantiene, de algún
modo, en esto que a la gente le ha dado por llamar vivir.
Los
días posteriores no supimos de Benito. Todos los demás continuaron sin saber de
ti. Tu madre y tu familia estaban preocupados, como es de suponer, y yo
también, aunque en menor medida, tú lo sabes. Cuando hablé con tu mamá ella
conocía tu decisión de abandonarme, así que las suposiciones tomaron esa ruta.
La indignación me hizo su presa y el tiempo mantuvo el ritmo. Mientras, en el
almacén no se hablaba de otra cosa que la boda y la felicidad de Benito
Figueroa y supongo que a mis espaldas, de tu desaparición.
Alguien,
un día, platicó que Roberta había resultado una mujer con un gran sentido de
responsabilidad; que trataba a Benito con un cuidado sublime y que jamás se
reía de él. En Roberta encontró la dicha que nadie le había entregado, también los
cuidados que una persona como solamente ella le podía obsequiar. La limpieza en
su persona fue uno de los cambios más significativos y aunque seguía hablando
como un poseso, había algo en su tonalidad y en la forma de decir las cosas que
ya no desquiciaba tanto.
Cierta
vez vino a buscar un par de escobas porque encontró un empleo. Estaba
emocionado porque barrería las calles de la ciudad y sin que yo se lo
preguntara inició el recuento de su nueva vida al lado de la mujer que amaba.
Dijo que el amor era algo que jamás entendió pero que ahora no necesitaba
hacerlo; también que el hombre era un ser que necesita la comprensión y la
compañía de un ser semejante; que leía un libro sobre psicología; que esperaba
concebir la esperanza por medio de varios retoños y que buscaría la manera de
mantener la felicidad que ahora vivía por el medio que nadie jamás había
descubierto. Según él ya tenía listo el borrador. Cuando notó que yo me había
perdido en la nada preguntó por ti. Había leído periódicos, escuchado noticias
y sobre todo, había usado la imaginación, como todos, para recrear su propia idea
de la historia. Logró captar mi atención pero yo logré que volviera a hablar de
sí mismo y de su felicidad. Reinició su letanía y entonces, a pesar de su
calvicie, de su abultado abdomen, de su vejez prematura y la locura agazapada
de sus ojos, me recordé. Era yo hablando de ti, Mariana. Era yo recordando
planes y planeando recuerdos; era yo creyendo en el amor, creyendo en ti y aun creyendo
en mí. Era yo desafiando la realidad, retando al futuro y pretendiendo.
Me
visitó en otras ocasiones, pero la distancia que se interpone siempre entre la
gente y yo, evitó una cercanía. Su felicidad no parecía aminorar y yo desconfié
pero no fui capaz, en parte por egoísmo y en parte por algo que no logro
definir aún, de señalar la posibilidad de una tragedia o siquiera insinuar una
mínima variación en esa situación idílica. Era prematuro pero tuve razón:
Roberta murió un jueves por la mañana y seis meses después de la boda. El
cáncer no le dio un momento de tregua y el suplicio fue de los rápidos. Se dice
que solo Benito la acompañó, que murió en el cuarto en el que compartían la
vida y que su muerte fue un suceso vertiginoso. La enfermedad se había incubado
anteriormente, no había sido detectada y en plena pobreza se desarrolló hasta
culminar en un desenlace triste y rápido. La devastación en Benito fue
inminente y total. El mutismo en el que se sumió era algo parecido a un coma
voluntario y la desazón en la mente de aquél hombre sembró la fatalidad.
Quienes lo vieron no lo reconocían
porque era una persona incluso diferente a la que fue antes de su matrimonio. Volvió a vivir en las calles. El
olvido marcó su pobre existencia: se olvidó de él, de ellos y de nosotros los
hombres que no nos atrevemos a imitar esas acciones y nos resignamos a convivir
con el dolor. No recuerdo cual fue la última vez que lo vi, las palabras que
dijimos o las miradas que nos lanzamos, a diferencia de contigo, que no he
olvidado lo que dijeron tus ojos la última vez que me miraron.
Decepcionado,
desdentado, desaseado y desprotegido, Benito Figueroa se dejó morir. Eso dijo
la gente y eso le creo yo. Su poca claridad mental se fue a la tumba junto con
el único amor que alguien le brindó, junto al único amor que supo entregar.
Quien lo vio en esos días dijo que sus huesos sobresalían por su piel de manera
toscamente osada y que su color, de tanta mugre, se perdía con el color de la
más triste realidad. También que cuando hablaba lo hacía como siempre pero
ahora sus teorías incluían únicamente a Roberta y el amor, y que cuando llegaba
al momento de su muerte, callaba por días y luego volvía a empezar la misma
historia otra vez.
Pronto caerá la noche
Mariana, y si el mundo deja de ser hostil, por un rato lloverá. Iré a cenar y
luego trataré de dormir. Ah, hoy tu madre me visito por la mañana otra vez, en
el trabajo. Le intriga saber si seguiré pagando la hipoteca de la casa, mi
soledad, tu cuerpo, mi vejez que parece que se contrae y otras cosas que no
quise escuchar. No hablé mucho, para no variar, pero dejé claro que todo
seguirá igual a pesar de que con esa respuesta deposité en su rostro un poco más
de inquietud. Me dijo que tengo que ir a declarar de nuevo, supongo debido a
que los cabos sueltos siguen bailando cada uno por su lado. Pobre, por un
momento sentí lástima por ella pero, ¿y yo? Ella y el mundo deberían saber que
te amo mucho más de lo que Benito amó a su mujer. Sí, yo no he muerto y ahí
radica la diferencia: unos mueren de amor y otros en cambio debemos matar por él.