—Como dije por teléfono: necesitamos hablar —comenzó ella.
Se habían dado cita en la plaza, justo afuera
de Catedral y mientras ella daba inicio a sus palabras, el ruido de los pájaros
entre los árboles, la gente que aún permanecía en las calles y la oscuridad que
poco a poco llegaba, lo previnieron. Aunque no lo suficiente.
—Esto ha sido todo para mí —continuó ella. —Aún
te quiero, eso no lo puedo negar, pero ya no tengo amor para ti. Ha sido mucho
tiempo, y también ha sido hermoso pero siento que debo hacer otras cosas,
buscar otras personas. Quiero que entiendas esto y no me odies, quiero que no
me culpes o al menos trates de no hacerlo.
—Se te acabó el amor —dijo él, más a sí mismo
y en un tono que no precisaba si era una pregunta, una afirmación o solo un lamento.
—Sí —fue la respuesta lacónica de la mujer.
Entonces él sintió un mareo, unas ganas de
volver el estómago y un velo que le empezó a cubrir la vista. Posó su mirada alrededor
para no toparse con los ojos de la mujer que adoraba y se le dificultó
reconocer el lugar. Cuando lo hizo supo que odiaría esa plaza, esa plaza que
visitaba desde que sus padres lo trajeron a vivir a esta ciudad; incluso odiaría
a la gente que tranquila ocupaba ese mismo espacio y ese mismo tiempo. Supo que
sufriría también al recorrer muchos otros lugares por los que habían paseado
cuando estuvieron más enamorados.
Contempló a una pareja
que caminaba tomada de las manos; identificó a un muchacho que a todas luces
buscaba un cliente, cierta clase de compañía también masculina y pensó que ya
nada de eso le interesaría en adelante: ni el amor idealizado, ni la furia
carnal. Al menos no en mucho tiempo.
—No tienes que decir más —prosiguió él— de
alguna manera siempre supe que esto pasaría.
—No te pongas así —le pidió la mujer.
Él la miró con cólera reprimida por el dolor,
por la soledad que se le avecinaba. Notó la luz artificial de las farolas en
las aceras y una sensación en el ambiente de la ciudad que va de pertenecer a
una ciudad en crecimiento a una incertidumbre provocada por la falta total de
certezas, por el miedo a lo desconocido y que está por llegar, a lo inesperado.
Esto no puede estar pasando, caviló.
También pensó en la relevancia del lugar, no en la de ese momento, sino en la
que obtendría a partir de esa noche para él; en la conexión que hay entre el
lugar que habitamos y todo lo que nos sucede. Y obviamente pensaba en ella, en
ellos, en lo suyo. Veía pasar los automóviles por la avenida Independencia como
fantasmas que no hacen ruido; que están ahí para hacernos saber lo que somos;
para hacernos saber el lugar que ocupamos en el mundo como seres vulnerables
ante nosotros mismos.
Solo la voz de la mujer logró sacarlo de sus
pensamientos cuando le dijo:
— Por favor, perdóname. Esto puede parecer
repentino pero ya necesitaba sacarlo, hace algunos meses que lo había estado
pensando, o más bien sintiendo.
— ¿Por qué no me lo dijiste entonces?
—Porque quería esperar a que desaparecieran
estas ganas de estar en otra parte; abrir posibilidades a que todo volviera a
ser igual que antes, pero eso es imposible ya.
—¿Al menos podemos ser amigos? —cuestionó él
tratando de ocultar una esperanza difícil de describir pero sin lograrlo.
—Es mejor que no —respondió ella—, y
perdóname pero me tengo que ir.
—¿Así, sin más? —preguntó él, muy bajito.
—Lo siento, te agradezco por todo, pero me
tengo que ir.
—¿Vas a tirar a la basura estos cinco años
juntos?
—Yo no voy a tirar nada, ese tiempo lo
guardaré en mi memoria y tú debes hacer lo mismo, tal vez buscar una nueva
relación.
—Yo te quiero a ti, quiero pasar mi vida
contigo.
—Eso ya no es posible —dijo ella—, en unos
días te busco para recoger mis cosas de tu casa.
Al verla tan decidida él encontró un poco de
valentía para decir:
—Si te vas a ir hazlo ya.
Ella se acercó para darle un último beso, se levantó
de la banca verde hecha con metal y madera y se alejó. La valentía del hombre
desapareció al verla caminar quién sabe a dónde y entonces se permitió llorar.
No pudo pedirle que se quedara a pesar de
que lo anhelaba con toda su fuerza, en ese momento, a punto de extinguirse ante
todo lo demás.
Ella se fue caminando pasos bien definidos.
Primero hasta el cruce de Indepedencia y Libertad, donde esperó el cambio de
color en el semáforo y luego se dirigió a la parte peatonal de la calle que,
con su nombre, simulaba una promisoria señal. Sin embargo, a mitad de la
avenida Independencia se detuvo. Giró primero la cabeza y luego el cuerpo
completo con movimientos lentos, como pensando todavía si debía hacer lo que
estaba haciendo. Cuando dio la media vuelta completa se detuvo dos segundos y deshizo
el camino hecho pero sin mirar hacia el lugar de la plaza donde sabía, todavía,
la acechaba una presencia. En cambio sus ojos se centraron en la siguiente
cuadra, justo en la esquina de Independencia y Doblado. Ahí me espera, recordó.
Y luego pensó: ¿cómo se me pudo haber olvidado?
Era una figura nueva, diferente. Era un joven
alto, al que saludó con un beso rápido y luego se abrazaron para comenzar a
caminar. Un momento antes, el muchacho había preguntado: ¿todo bien? Ella no
respondió con palabras, simplemente movió su cabeza de arriba para abajo dos
veces, luego bajó la mirada y la misma cabeza para ponerla en el pecho del
hombre que ahora iba junto a ella. Obviamente ese recorrido no quedó ahí.
Tampoco esa relación que, aunque duró un par de meses, no pudo llegar a más. El
camino que la mujer tuvo que recorrer comenzó en esa parte de la ciudad pero
poco a poco se extendió; primero en casi toda la capital y luego en algunas
partes del mundo, tanto, que pocas personas la volvieron a ver.
Él abrió los ojos de nuevo y no reconoció el
lugar. Esta vez se alarmó porque de verdad todo había cambiado. Por avenida
Independencia no pasaban automóviles ya, y la explanada de la plaza se extendía
ahora hasta le entrada de la presidencia municipal. Era, supo después, un paso
a desnivel. Había incluso una entrada nueva, hacia un subterráneo, para usar un
nuevo transporte colectivo también. La
banca en la que estaba sentado ya no era verde ni de madera con metal sino
gris, de una clase de piedra un tanto elegante, le pareció. También había
madera pero no era de color verde. Examinaba eso cuando los gritos de unos
niños lo hicieron voltear el rostro y encontrar, casi a las puertas de Catedral,
unos chorros de agua que brotaban del suelo de la plaza. Los chiquillos
saltaban a través del agua y dejaban que los mojara bajo la mirada de sus
padres y algunos desconocidos. Sintió un poco de soledad, volvió la mirada
hacia el frente y en el trayecto encontró a una pareja que caminaba tomada de
la mano. Una especie de recuerdo le vino a la mente y sonrió; sintió algo raro
en el pecho, aun en el estómago y entonces entendió cuánto habían cambiado las
cosas, cómo es que había pasado tanto tiempo.