Cierto día descubrieron, en las afueras del pueblo, un agujero en la
tierra bastante grande. Sin embargo, eso no fue lo sorprendente; lo que sorprendió a todos fue que en ese agujero, decían, había una gran cantidad de monedas
de oro. Esas monedas, continuaron, servirían para conseguir todas las cosas que
se anhelaran. Por lo tanto, y de pronto, todos los ojos, todas las manos y todos los
pasos se dirigieron hacia la dirección de aquel descampado. Pero cuando los más rápidos llegaron, se toparon con la sorpresa de que el señor
Gobernador y uno de sus compadres habían llegado primero y éstos, lo único que dijeron fue: los que quieran trabajar podrán hacerlo,
buscando y sacando más y más monedas, más
y más profundo.
Semanas después el agujero se llenó de tierra
de nuevo, esta vez atrapando a quince hombres, cuatro niños, dos mujeres y un perro. Los desapareció para
siempre y por completo. Sus familiares y algunos otros pusieron el grito en el
cielo pero nadie pareció escucharles. Solamente el padre Juan de Dios los pudo
consolar y reconfortar ofreciéndoles, a
todos los reclamantes, trabajo en el nuevo agujero que acababan de
descubrir.
La diferencia es que ahora yo me asociaré con el señor Gobernador y su compadre para que todo salga bien, dijo. Y cuando le preguntaron por sus desaparecidos les contestó, para tranquilizarlos y convencerlos, que no pasaba nada, que polvo fuimos y al polvo siempre volvemos.
La mayoría comenzó a laborar el lunes siguiente.
La diferencia es que ahora yo me asociaré con el señor Gobernador y su compadre para que todo salga bien, dijo. Y cuando le preguntaron por sus desaparecidos les contestó, para tranquilizarlos y convencerlos, que no pasaba nada, que polvo fuimos y al polvo siempre volvemos.
La mayoría comenzó a laborar el lunes siguiente.