La sacaron del vientre de su madre con
fórceps y con mucha fuerza; al parecer no quería venir a este mundo y según la
historia que nadie cuenta, nació dormida. Debido al empleo de esas pinzas la
fisonomía de su cabeza sufrió un leve cambio: era algo angosta, alargada y
hacía juego con el par de orejas que la acompañaba. Eran sus orejas algo más
grandes que las de la mayoría de los niños de la calle en la que vivía y eran,
por lo tanto, el signo físico que la identificaba incluso más que el hecho de
caminar a veces con la boca abierta. Nació el día de un mes que trajo muchas tragedias al mundo y el calor era
infernal, sin embargo, como suele ocurrir con la mayoría de los nacimientos,
logró despertar una esperanza en sus padres a pesar de que ambos deseaban un
primogénito varón.
El hecho de tener las orejas más grandes que la mayor parte de las personas
jamás le ha traído grandes desilusiones, ni siquiera cuando sus compañeros de
escuela la atiborran de insultos y burlas, las cuales suelen resbalar por un
costado de su sonrisa adormilada sin daño alguno, como si no entendiera los
ataques o, peor aún, como si no entendiera las palabras. Piensa que tal vez las
trenzas que siempre le teje su madre en ambos lados de la cara y que le cubren
las largas orejas, son también un escudo que la protege y le permite
transformar los sonidos en ruidos inclasificables que nadie mas conoce. De este
modo, y desde que empezó a salir a jugar afuera de su casa, se le puede ver
cantando canciones en distintas lenguas; en idiomas de su invención que hacen
indescifrables las melodías, los días y las noches.
Sus hermanos fueron naciendo poco a poco. Cuando ella cumplió los tres años
de edad nació el primero, Valentín; cuando cumplió los cinco nació Sandro,
Fabián cuando tenía siete. Nacieron así, como planeados por la Divina
Providencia a decir de la abnegada madre y del no menos orgulloso padre. Sin
embargo, en el corazón de Aurora algo pareció inquietarse pues había deseado
una hermanita igual que ella, con cabeza de huevo y las orejas tantito caídas.
Pese a todo, el malestar fue desapareciendo lentamente y sus tres hermanos poco a poco le fueron dando satisfacción y
muchas razones para ignorarlos. Por otro lado, los juegos con los niños vecinos
y posteriormente las labores de la escuela, en menor medida, le fueron ocupando
los días pero no la oportunidad de distraerse con aquello contrario a la
realidad, pues su imaginación fue siempre una de las más desproporcionadas que
se hayan visto por este lado de la conciencia, incluso a veces tiende a
confundir el tiempo.
En esta parte de la ciudad, donde la mayoría de los días son lánguidos y a
menudo se va la luz, Aurora suele imaginar. Imagina que no es la mayor de
cuatro hermanos, de los cuales tres son hombres y ella la única mujer; imagina
que vive en un lugar donde la gente es tan libre como los animales y sobre
todo, imagina que la oscuridad no es negra, sino blanca, y que los adultos no
han perdido del todo la inocencia. En cada ejercicio de imaginación la niña
aprende un poco más y la vida no se le atraviesa de manera grotesca todavía,
cierra los ojos y de pronto hay cientos de caballos por toda la ciudad. Sobre
el asfalto y entre las calles resuenan las patas sin herrar y entonces ella
comienza a correr junto con ellos tan plácida como arduamente para que la
furia, que alcanza a mirar con el rabillo de los ojos, no los alcance. Llega
hasta la casa bañada en sudor, agitada y sin comprar los encargos que la madre
le ha pedido traer de la tienda que se encuentra a varias cuadras de su
vivienda, inmueble de cuatro habitaciones y un amplio patio en el que vive un
naranjo y bajo el cual a veces Aurora duerme. Entre jadeos ruega porque mande a
uno de sus dos hermanos que ya pueden ir pero su madre, como castigo, la hace
regresar a la tiendita a regañadientes. Yo la veo pasar con ese vestido blanco
de una pieza que tiene dos bolsas delanteras cuadradas y dos dibujos de duendes
en cada una; con las hombreras como globos y sus zapatos de charol, blancos
también. Las eternas trenzas que ahora le llegan casi a la cintura.
Una vez platiqué con ella. Me contó que le gustan las noches de luna llena,
caminar bajo los puentes y ahí soltarse de la mano de su mamá cuando van al
centro de la ciudad; los colores café y gris y voltear casi siempre para atrás.
Le atrae mirar las fotografías y tratar de hacer que las figuras se muevan; oír
las conversaciones de los mayores y pensar que pasarán otra vez, o mejor
muchas. Pone atención en las palabras nuevas, las cuales repite incansablemente
y las usa sin saber ni el significado ni la relación que tienen con lo que
quiere decir. Después abrió las piernas sin darse cuenta y le vi sus
calzoncillos blancos.
Con el paso de pocos años Aurora se ha convertido en una niña singular, en
una niña con un retraso encantador, un retraso que parece ir a la delantera de
nuestros pensamientos y nuestra realidad. En cierta ocasión, mientras jugaba a
las escondidas con los niños de la calle, se quedó pensando dentro de su escondite -unas ruinas de una casa que
jamás han terminado de construir- sobre las arrugas del abuelo, en su joroba y
en el poco pelo que ya tenía. Supuso que había hecho algo muy malo para haber
recibido el castigo de lucir de la manera en que lo hacía y entonces se le
fueron las horas sin darse cuenta. Sus amigos la olvidaron y su madre tuvo que
salir a buscarla, incluso varios vecinos salimos al escuchar los gritos de la
mujer y cuando la encontramos, la señora Teresa se la llevó agarrada de una
trenza para dejarla sin cenar pues la noche había caído sin estrellas.
Yo digo que por las noches sueña con
vestidos de pedrería y oboes de plata, o a lo mejor así es como la sueño yo. Al
parecer está creciendo pero en el siguiente instante persigue por horas a una
mosca que llega hasta una calle que sirve de basurero, la mira disfrutar del
manjar y deambular con una tranquila prisa sobre la porquería, saborearla y
perderse otra vez en el aire. Entonces regresa a casa para notar que la comida
es dañina para el cuerpo humano pues no los hace volar.
En esta época de
lluvias fue un placer verla salir del escondite en que se convierte su casa.
Sale en el momento exacto en que la tarde deja de serlo y se convierte en algo
que no es del todo noche y, parada bajo el poste de la luz mercurial, espera
los relámpagos y los truenos de la tormenta con ansia. Cuando las gotas de
lluvia inician su descenso, ella gira sobre el poste cantando una canción que
nadie entiende mientras sus trenzas brincan como si danzaran por sí mismas.
Luego sus hermanos, uno a uno, desfilan para tratar de regresarla a casa pero
ella suele resistir. Primero es el turno del menor, el cual ya no es tan
pequeño pero fracasa en el intento y se vuelve con algo de tristeza y puchero
en el rostro pues los estados emocionales de su hermana aún no los puede
entender. Sandro, el de en medio, va por ella sin ganas pues poco a poco se ha
acostumbrado a ver el mismo espectáculo y ahora está algo harto. Valentín, el
mayor, hace días que ha dejado de insistirle que regrese. Piensa que al fin y
al cabo no pasará de sufrir una gripe como tantas otras en diferentes
ocasiones, o que tal vez un rayo la parta en dos (piensa con miedo de que su
madre le descubra estas reflexiones). Solo la mamá, y en contadas ocasiones el
padre, logra llevarla hasta la puerta de la vivienda gracias al par de trenzas
que le sirven de agarradera. Así Aurora, no pudiendo resistir con la fuerza de
sus brazos enlazados al poste la fuerza que ejercen los adultos, cede su
voluntad y se deja conducir hacia el interior de su hogar sin dejar de mirar
cómo caen las gotas desde la oscuridad y cómo solo bajo el cobijo de la luz
puede verlas precipitarse.
De este modo ha
transcurrido la infancia de Aurora, quien al nacer y según ideas de la madre,
sería quien le ayudara con el cuidado de los hijos menores. No obstante esta
maquinación mental del ingenio maternal, las cosas no salieron como se
esperaba, o más bien Aurora, con su encantadora ingenuidad, mandó al traste las
intenciones de su progenitora al preguntarle, mientras cargaba en sus pequeños
brazos a Sandro -quien dicho sea de paso era demasiado llorón-, si los bebés no
se rompían cuando uno los aventaba contra el piso. La señora Teresa alcanza a
distinguir un movimiento en los ojos de la niña y descubre cual es la siguiente
acción que se forma en el cerebro de la chiquilla. Inmediatamente extiende sus
brazos y atrapa el cuerpo del bebé que ha sido dejado por los brazos de la niña
sobre el viento. Entonces Aurora se olvida del asunto en el segundo subsecuente
pues ha escuchado los gritos del ropavejero y corre hacia la ventana para verlo
pasar. Éste, fue uno de los primeros indicios que recibió la señora Teresa
acerca del gran conflicto de intereses de su hija, acerca de la enorme carga de
imaginación de la pequeña que le hace transformar su realidad.
Yo puedo decir que la
he visto crecer. Hace un par de semanas cumplió los diez años y poco a poco ha
dejado de salir a correr por en medio de la calle. Digamos que yo tampoco salgo
mucho pero ha resultado extraño no verla vagar por aquí. La última vez que la
vi me pareció que algo estaba cambiando, que sus orejas ya no estaban tan
caídas y sus trenzas habían desaparecido. Ya no me acerco ni a su casa ni a su
madre, solamente me entero de sus cosas por medio de los chiquillos que algunas
veces entran en casa de los Buenaventura y no sé porque no dejo de presentir
que algo anda mal.
De pronto la veo jugar y salgo a
platicar con ella, está sentada con dos hormigas en las manos y con otro
vestido blanco. Sin darse cuenta abre las piernas como aquella vez que no me he
podido borrar de la memoria y desafortunadamente mis ojos constatan lo que mi
corazón había temido en otro momento: una mancha roja en sus calzones, una
señal que reduce hasta evaporarse mi amor y mi atracción por ella pues sé que
ya no cantará en las noches y bajo la lluvia, amarrada al poste de luz,
canciones que nadie entiende. Doy media vuelta y me voy dejándola con las manos
hacia mí, intentando mostrarme como hace platicar a una hormiga con la
otra.