domingo, 17 de junio de 2012

Paroxismo


Caminaba entre las sombras y las formas de la ciudad presuroso, persiguiendo el espacio inmediato como señuelo y disputándoselo a lo incierto. Caminaba por las calles, dispuesto y apegado a su plan con la esperanza de que no cambiara en el último minuto. La imagen de esa parte de la ciudad aparecía en su cabeza fijamente y recordaba, mientras ejecutaba un misterioso caminar, cada esquina, cada poste de luz y cada teléfono público. También los pocos comercios y algunos autos que simulaban ser testigos mudos o más bien cómplices risueños. Paso a paso revivía un instante practicado muchas veces; ensayado a conciencia y a pesar de que no había público, los nervios en esta ocasión definitiva eran infinitos.
Había dejado de escuchar las voces que nacieron unos años antes, en un lugar que nunca conoció pero donde le habían dicho, una muerte había sucedido. Un lugar que desgraciadamente no recuerda pero que se puede suponer cercano al odio, al dolor de perder un pedazo del futuro. Esas voces que provocaban una sensación parecida a la que genera ver ciertos bichos, ciertos animalillos rastreros que dejan en el cuerpo, minutos después u horas incluso, la sensación de recorrer el cuerpo y sentir entonces la necesidad de revisarlo y ver que no hay nada en la piel pero sentir el recorrido de un pequeño ser causando una inquietud, un cosquilleo que crea ganas de amartillar esa parte del cuerpo cuando las uñas ya desgarraron la epidermis. Y luego encogerse, abrazarse para ahuyentar el estremecimiento. El temblor. El escalofrío. Las voces.
Pero esta noche todo había quedado atrás, ahora sobrevivían las estrellas: millones de luces en el cielo que formaban constelaciones que tienen nombre o al menos lo tuvieron alguna vez.   
La residencia lo recibió de pronto. Sus ojos encontraron sorpresivamente rápido el domicilio al que la noche debía llevarlo y cobijado por una oscuridad abrumadora y una decisión desconocida por no saber exactamente fluye, sacó del bolsillo de su chamarra de cuero negra una ganzúa; forzó la cerradura, abrió la puerta del enrejado y entró en el patio frontal. Cerró inmediatamente después y corrió hasta la puerta principal. Sin perro y sin alarmas, reutilizó la ganzúa y entró en la casa vacía. En el segundo inmediato sintió el aire viciado. La oscuridad era casi la misma que la exterior. De hecho todo lo sentía similar a algo del pasado con excepción de los muebles y los enseres menores que mostraban una calidad de vida muy alta: parecían rozar la felicidad. A pesar de saberse solo por completo un intenso malestar le paralizó las piernas y le aceleró el ritmo cardiaco sin razón aparente. ¿Era una ausencia o una presencia? ¿Era lo pasado que volvía o se hacía más allá? No lo entendió y en realidad nunca lo supo. Quiso escuchar y aguzó el oído pero el miedo de que las voces regresaran lo detuvo de inmediato. Sin embargo, esa inmovilidad cedió ante la duda de la existencia de una duda y con los primeros pasos su pecho caminó el mismo recorrido que sus pies sin saber que llegaría a un lugar distinto, sintiendo que en cada movimiento su pecho albergaba un órgano y una sensación cercanos al paroxismo. Con las piernas y todo el cuerpo temblando empezó a reconocer ciertos fantasmas. Traspuso la sala y entonces le sobrevolaron recuerdos. Pasó por el comedor y llegó hasta la cocina para cerciorarse del juego macabro que le tendía la vida pues conocía la disposición de los muebles, sus colores y la familiaridad que la mayoría de ellos le obsequiaba. La inquietud fue creciendo y parecía que aun las suposiciones eran minúsculas, inútiles. La sensación de reconocer algo en el aire sin saber qué o por qué lo desconcertaba y todos sus sentidos coincidían en que ahí existía algo que alguna vez le perteneció. Confundido, regresó hasta el inicio de la escalera y mientras subía, contó el número de escalones que ya conocía. Con ardor en la sangre llegó a la recámara principal. No se sorprendió por lo que sentía ni por lo que ahora le llegaba hasta sus ojos y se le internaba, nuevamente, en el cerebro. Ese dormitorio ya lo conocía; la cama, el armario, los burós y hasta la sobrecama ya estaban en su memoria. La sorpresa capital le alcanzó peor que un mazo en pleno rostro al encontrar sobre uno de esos burós una fotografía en la que su esposa, muerta seis años atrás, abrazaba a un tipo rubio y uniformado mientras un par de niños los celebraban con sus pequeños brazos. En su cabeza las preguntas se agolparon y unas a otras se restaban valor, interés o lo que sea que el espasmo permite. Con el golpe de eso que parecía ser un recuerdo o un descubrimiento quimérico se olvidó de todo como se había olvidado del tiempo transcurrido desde que entró en esa casa y no escuchó el aullido de las sirenas. Algún vecino había llamado a la policía y ahora dos agentes entraban para llevárselo. Lo sobajaron y esposaron; lo sacaron a rastras y lo subieron a la patrulla.
—Está loco, con esa mirada perdida parece que oyera voces —indicó uno de ellos. Él no dijo nada, no fue capaz de articular una palabra para decir que ahora escuchaba solamente risas.                                                               

domingo, 3 de junio de 2012

Oír voces, quemar plata, qué mas da (poema-resumen basado en "Plata quemada" de Ricardo Piglia)*


Se aman sobre la enfermedad y entre el desquiciamiento:
el Gaucho Dorda escucha voces y una vez le dijeron que matara;
el Nene Brignone se mete de todo, coge con casi todo.

Argentina.

La heroína, la cocaína, la insatisfacción del outsider.
El plan maestro que de tan perfecto
invita a la traición, al asesinato
mientras el amor de dos psicópatas
recrea la necesidad de reconocerse
en esa empatía prediseñada por el extravío.   
Luego huir, esconderse.

Uruguay.

Transitar por la delgada línea de lo que resulta del pasado
y lo que se espera del futuro
presintiendo la fatalidad pero haciendo como que no
porque hay amor, sexo, drogas pero no rock&roll (y si hubo prefiero olvidarlo).

Toparse de frente con lo imposible pero resistir
porque se tienen uno a otro y además, se han tenido casi desde siempre.
Enfrentar el metal tomando fuerza de su compañía,
de la piedra que es heroína, que es semidiosa;
del anhelo del recuerdo del sexo,
del tamaño del primer pene que les metieron,  
de la primera vez que estuvieron juntos.

Ver sobrevolar las balas agazapados en un departamento
que podría caer a pedazos y sobre ellos pero qué mas da.
Y en el momento del clímax, en lugar de venirse,
quemar la plata robada.
Escuchar la furia de la sociedad como emblema del status quo.
Diferir a lo de siempre y mantenerse,
oír los pasos en la escalera y
que uno de los dos reciba el fuego que afortunadamente no son todos,
abrazarlo y verlo morir.

Despedazarse frente al uniforme para alcanzarle, 
hacerlo mientras lo suben en la ambulancia
con el cuerpo cubierto por la pureza de un simple manto.

Volver a escuchar las voces
deseando que esta vez sean solo palabras de él. 





* Hace unos mese leí
 Plata Quemada de Ricardo Piglia y me gustó bastante. Quise hacerle entonces una especie de homenaje mediante un ensayo o una crítica (que a fin de cuentas sería muy subjetiva) pero al final salió este poema-resumen, supongo debido a no sentirme capacitado ni con suficiente autoridad para más. Perdón si le destruyo el final a alguien. Lean el libro. No he visto la película así que no sé que pedo con ella.