Lo único que
quería era bailar. O al menos eso me dijo cuando quise platicar con ella sobre
las personas que desaparecen de pronto, cuando nos damos cuenta que se han ido
porque su ausencia es la más concreta manifestación. Estábamos en el club
social del centro llamado “La Coincidencia” y sonaba un tango o tal vez un
danzón, pero no fue hasta que escuchamos una cumbia que aquella morena comenzó
a menear el cuerpo. Con un ritmo delicado y sensual caminó hasta el cuadro que
representaba una pista de baile y ahí, en su centro, siguió bailando sola.
Todos la miramos; le miramos los pies, las pantorrillas y los muslos, luego sus
tremendas nalgas y pasamos a su cintura. Ésta se movía con una cadencia fuera
de lo normal y sus pechos parecían querer bailar por sí mismos. En su cara
podías ver la felicidad. El vestido que usaba era, claro, de un rojo muy
intenso y su pelo parecía no tener nada de este mundo. Pasado un par de
minutos, cuando al fin nos percatamos de que todos le veíamos, la gente a su
alrededor comenzó a bailar también; los demás volvieron a lo que antes hacían:
algunos a una plática ridícula y otros simplemente a beber para olvidar o
recordar, actos que no son tan diferentes como se cree pues nacen del mismo
lugar. Yo seguí ensimismado, no podía dejar de mirarla pero tampoco me atreví a
acercarme pese a intuir que tenía ojos indios y creer que su persona era una
especie de resplandor. Tal vez pensé eso a causa del alcohol, o quizá
simplemente lo hice por creer algo. El juego de luces era pobre y únicamente
ayudaba a disimular la decadencia de una manera débil pero eso no impedía que cierto
bienestar animara el ambiente. El piso, con baldosas blancas, contrastaba con
los decorados de las paredes: una especie de selva roja que nacía del mismo
suelo, como llamas desde el infierno.
El baile estaba a punto de terminar y yo de terminar completamente ebrio, de
llegar al estado en el que comienzo a olvidarlo todo y fue entonces cuando en
verdad nos encontramos. La canción se había terminado y se oía, al parecer
desde un lugar tan lejano que bien pudiera ser el ayer, una música triste, de
despedida. Cuando nos volvimos a topar cara a cara yo levanté la mirada del
suelo y alcancé a ver que venía hacía donde me encontraba pero volteando para
otro lado y solamente cuando estuvo a centímetros de mí, se dio cuenta de que
me podía llevar entre las piernas. Entonces sonrió y yo quise devolverle la
sonrisa pero solo me pude hacer a un lado para que pasara. Supuse que iba al
baño y me quedé esperando su regreso, anhelando que volviera a pasar por ahí.
Cuando lo hizo también me fallaron las palabras pero afortunadamente una
circunstancia me ayudó.
Ella regresaba con un andar demasiado notorio y tal vez por el ritmo que
empleaba al caminar, uno de sus pies resbaló al apoyarse sobre el piso y
entonces estuvo a punto de caer. Tenía una cara de miedo cuando mis brazos
alcanzaron a tomarla del talle y no con poca fuerza la ayudaron a ponerse
derecha. Fue realmente extraño, por no decir milagroso, poder ayudarla en mi
estado pues cabía la posibilidad de que yo cayera junto con ella en ese suelo
compuesto ahora por infinidad de mugre y fluidos de dudosa procedencia. Su
rostro adquirió una de esas sonrisas que son mezcla de pena y alivio y el color
de su vestido subió hasta sus mejillas morenas.
No más alcohol para mí. Dijo.
Estoy de acuerdo.
Bueno, también las luces me cegaron un poco.
Supongo que sí, porque ese contoneo no es tan peligroso.
Entonces su mirada se convirtió en una señal de cuestionamiento, en una
muestra de picardía y cierto escepticismo al no saber exactamente a qué me
refería. O tal vez sí pero sin estar segura de mi atrevimiento.
Con todo respeto. Dije para suavizar la tensión y una sonora carcajada se
escuchó cuando abrió sus labios, a mí parecer, demasiado finos para el lugar.
Gracias por el levantón.
De nada, si puedo hacer más por usted por favor hágamelo saber.
Sonrió y luego se alejó con el mismo ritmo con el que estuvo apunto de caerse.
La vi llegar hasta otra mujer que mientras me miraba, le respondía cosas muy
cerquita.
Algo inquieto fui directo a la puerta de salida y esperé. La gente comenzó
salir con pasos diversos, con sensaciones que eran familiares y desconocidas a
la vez pero la noche se encargó de ponernos a todos bajo un sentimiento de
ensoñación. Era verano y la calidez se desplazaba por el aire, por la oscuridad
y por las miradas que trataban de encontrar compañía. Cuando pensaba en algunas
cosas de antes, como acostumbro, ella reapareció. Se detuvo en la puerta y yo
sentí que me buscaba, así que me moví hasta que las personas que me cubrían
dejaran de obstaculizar su visión y entonces se percatara de mi presencia.
Cuando lo hizo no vi ninguna señal de satisfacción pero tampoco ninguna de
repulsión y entonces me quedé a esperar algo, sinceramente sin saber qué. Ella
dio unos pasos y luego se detuvo frente a mí, o probablemente yo me atravesé en
su camino para hablarle de nuevo.
¿Puedo caminar un rato contigo?
¿Cómo sabes que voy a caminar?
Puede que sepa muchas cosas.
Me miró alarmada pero yo estaba tratando de sonreír y al mismo tiempo
tratando de ser cómicamente malvado, levantando una ceja para parecer que
también leía mentes o algo parecido y eso la hizo imitar a su vez una sonrisa
falaz.
¿No me digas?
Sí te digo. Dije ahora haciendo una exageración en la pronunciación.
¿Y a dónde se supone que voy a caminar, eh?
Supongo que por estas calles; vas deambular pensando en lo que harás mañana
o en porque ese güey que esperabas no vino hoy y pensarás que otra vez prefirió
pensar en sus problemas y quedarse en casa para planear un futuro que sabes no va
a pasar porque sueña demasiado.
Ah cabrón, ¿eres poeta o qué?
No, solamente estoy ebrio.
Pues déjame decirte que algo hay de verdad en eso que dijiste.
Lo sé. Y además, si me dejas, puedo decirte más cosas que te van a ser
familiares.
Fijó su mirada en mis ojos supongo que tratando de encontrar alguna señal
de alerta, alerta que afortunadamente no encontró porque decidida respondió:
Andando pues.
Se despidió de la amiga con la que la había visto cuchichear y empezamos a
caminar sin dirección. Las calles nos recibieron placenteras y agarré un poco
de confianza, la tomé por la cintura porque pensé le gustaría pero luego
solamente me adueñé de su brazo derecho y aunque en un principio le costó
trabajo acomodar su monedero en la mano que le quedó libre, al final supo cómo
caminar mientras yo la sostenía “caballerosamente”. Enfilamos hacía las calles
recién remodeladas; algunas eran ahora empedradas y eso me causó una sensación
de pasado. Sentí que definitivamente el pasado era el que ahora se hacía
demasiado presente. Las luces mercuriales también creaban cierto retroceso
temporal que seguramente solo yo noté, ella únicamente se sentía
cortejada.
¿Cómo hiciste eso?
¿Qué cosa?
Hablar de cosas muy mías.
Eso es un secreto.
Esa clase de secretos no se me hace muy común, ¿acaso nos conocemos de
antes?
Dime tú.
Se quedó mirándome un largo rato, mientras dábamos pequeños pasos y el
calor de la noche nos acogía de forma plena. Llegamos a la avenida
Independencia y la cruzamos en silencio.
No, yo no te he visto nunca. Continuó.
No, ni yo.
Entonces todo ha sido casualidad.
¿Eso crees?
Claro, ¿cómo te llamas?
¿No sería más divertido si tratamos de adivinarnos los nombres también?
Hizo una mueca algo extraña, arrugando el mentón y mirándome como se mira a
un chiquillo que ha soltado una bobería. Luego me respondió:
Yo no soy buena con las adivinanzas, para mi serías Juan y ya.
Eso me hizo sonreír.
Bueno, al menos deja que yo adivine el tuyo.
¿A poco te crees tan listo?
No se trata de eso, es más, ni siquiera lo voy a intentar ahorita. Voy a
seguir tratando de encontrar otras cosas que te gusten y al final, voy a tratar
de adivinar tu nombre. Luego yo te diré el mío.
Se detuvo de pronto y me miró sonriendo. Pensé que algo no le había
agradado y justo cuando iba a disculparme dijo:
Ok, Ok. Me gusta el juego. A ver, ¿qué más vas a decir?
Bueno, siguiendo con esto de la noche y casi madrugada, apuesto a que se te
antoja ir a comernos un rico y picoso plato de menudo.
¡Eso es fácil! ¿A quién no le gusta hacer eso después de unos buenos pistos?
Bueno, bueno. Entonces también te voy a decir cómo te gusta comerlo.
Miré alrededor buscando un lugar donde pudiéramos saborear el mencionado
platillo pero mi memoria no podía con tanto. Infinidad de cosas me venían a la
cabeza y no atinaba a encontrar el lugar, una señal o mínimo algún rumbo qué
tomar. Ella vio mi turbación y algo preocupada preguntó:
¿Qué pasó?
Nada, estaba haciendo memoria.
Con esto pensó que me refería al deseo de saber dónde encontrar un lugar
para comer, cenar, desayunar o como sea que se le llame a alimentarse en las
madrugadas y continuó.
Algunas cuadras adelante y luego para arriba hay un restaurantito muy
bueno.
¡Ah sí! Ya me acordé. Dije de inmediato y ella me miró con aquella duda en
la cara que me era tan familiar, como pensando si hablaba en serio o no. Las
cosas dentro de mi mente no cesaban de pasar con velocidad abrumadora pero
seguí caminando como si no sucediera nada. La contemplé y la noté pensativa,
caminando sin ese contoneo que le conocí pero de alguna extraña manera
encantadora.
Estás pensando en lo que harás mañana ¿verdad? En como se nos está yendo la
vida y si merece la pena arriesgarse un poco aunque sea. Matrimonio, casa, un
hijo tal vez.
Me miró esta vez con algo de terror y se paró en seco. Un automóvil pasó
por la calle sobre la que permanecíamos quietos y el claxon con el que el
conductor mostró su exaltación nos sacó de la incomodidad del momento.
¿Qué?
¿Cómo que qué?
Me encogí de hombros para hacerle saber que no entendía a qué se
refería.
¿Por qué me dices esas cosas?
No sé, a lo mejor te conozco un poco.
Esto no me está gustando.
No pasa nada, no te preocupes, soy inofensivo. Mira, ya casi llegamos.
Reanudamos la caminata y un silencio se nos atravesó pero yo lo rompí para
hablarle de la ciudad, de lo diferente que se estaba volviendo hasta que
llegamos a una pequeña fonda. El local estaba casi vacío, solamente dos parejas
más estaban sentadas en las pocas mesas que eran cubiertas por manteles de hule
amarillo con flores rojas. Ordenamos y esperamos casi sin intercambiar palabras.
Cuando nos trajeron la comida ella hizo el ademan de comenzar a preparar su
plato y entonces la detuve.
Espera, yo te lo preparo.
Se quedó quieta y me dejó hacerlo. Lo primero que hice fue ponerle
suficiente limón, dos, completos. Luego bastante orégano, nada de cebolla y una
cucharada de salsa roja.
Listo, ahora puedes sopear los trozos de pan y comerte solo los pedazos de
carne que no tiene mucho cuero: las “panzas lisitas” y todos los granos de
maíz.
Comenzó metiendo pedazos de pan y luego llevándoselos a la boca mientras me
observaba con demasiada atención. Comió como yo lo había previsto y no me
quitaba los ojos de encima. Yo preparé mi platillo casi igual pero con bastante
cebolla pese a cualquier posibilidad de un beso o algo más. Ella insistía con
esa mirada que no lograba descifrar cómo era que le conocía tantas cosas,
incluso algunos pensamientos. Le hice la mueca mezcla de maldad y comicidad y
solo entonces sonrió y se relajó. Durante la cena, por decirle de algún modo,
platicamos trivialidades pero en algunas ocasiones la sorprendí adelantándome a
sus palabras y entonces esa mirada inquisidora volvía. Cuando terminamos pagué
y le dije que la acompañaría hasta su casa. No se opuso y eso me generó una
recarga de confianza, un aliento de había dejado de sentir algunos meses atrás.
Cuando estuvimos de nuevo en la calle la oscuridad ya no era la misma y le
susurré:
Vámonos Jimena, ahí viene el amanecer y recuerda que no te gusta que llegue
si estás vestida.
Se quedó muy quieta y muy seria. Pude ver un rastro de decepción en su cara
antes de decir: me llamo Fabiola. Luego la vi alejarse otra vez pero ahora sin
mirar ni un segundo hacía atrás.