jueves, 7 de marzo de 2013

La coincidencia


Lo único que quería era bailar. O al menos eso me dijo cuando quise platicar con ella sobre las personas que desaparecen de pronto, cuando nos damos cuenta que se han ido porque su ausencia es la más concreta manifestación. Estábamos en el club social del centro llamado “La Coincidencia” y sonaba un tango o tal vez un danzón, pero no fue hasta que escuchamos una cumbia que aquella morena comenzó a menear el cuerpo. Con un ritmo delicado y sensual caminó hasta el cuadro que representaba una pista de baile y ahí, en su centro, siguió bailando sola. Todos la miramos; le miramos los pies, las pantorrillas y los muslos, luego sus tremendas nalgas y pasamos a su cintura. Ésta se movía con una cadencia fuera de lo normal y sus pechos parecían querer bailar por sí mismos. En su cara podías ver la felicidad. El vestido que usaba era, claro, de un rojo muy intenso y su pelo parecía no tener nada de este mundo. Pasado un par de minutos, cuando al fin nos percatamos de que todos le veíamos, la gente a su alrededor comenzó a bailar también; los demás volvieron a lo que antes hacían: algunos a una plática ridícula y otros simplemente a beber para olvidar o recordar, actos que no son tan diferentes como se cree pues nacen del mismo lugar. Yo seguí ensimismado, no podía dejar de mirarla pero tampoco me atreví a acercarme pese a intuir que tenía ojos indios y creer que su persona era una especie de resplandor. Tal vez pensé eso a causa del alcohol, o quizá simplemente lo hice por creer algo. El juego de luces era pobre y únicamente ayudaba a disimular la decadencia de una  manera débil pero eso no impedía que cierto bienestar animara el ambiente. El piso, con baldosas blancas, contrastaba con los decorados de las paredes: una especie de selva roja que nacía del mismo suelo, como llamas desde el infierno.
El baile estaba a punto de terminar y yo de terminar completamente ebrio, de llegar al estado en el que comienzo a olvidarlo todo y fue entonces cuando en verdad nos encontramos. La canción se había terminado y se oía, al parecer desde un lugar tan lejano que bien pudiera ser el ayer, una música triste, de despedida. Cuando nos volvimos a topar cara a cara yo levanté la mirada del suelo y alcancé a ver que venía hacía donde me encontraba pero volteando para otro lado y solamente cuando estuvo a centímetros de mí, se dio cuenta de que me podía llevar entre las piernas. Entonces sonrió y yo quise devolverle la sonrisa pero solo me pude hacer a un lado para que pasara. Supuse que iba al baño y me quedé esperando su regreso, anhelando que volviera a pasar por ahí. Cuando lo hizo también me fallaron las palabras pero afortunadamente una circunstancia me ayudó.
Ella regresaba con un andar demasiado notorio y tal vez por el ritmo que empleaba al caminar, uno de sus pies resbaló al apoyarse sobre el piso y entonces estuvo a punto de caer. Tenía una cara de miedo cuando mis brazos alcanzaron a tomarla del talle y no con poca fuerza la ayudaron a ponerse derecha. Fue realmente extraño, por no decir milagroso, poder ayudarla en mi estado pues cabía la posibilidad de que yo cayera junto con ella en ese suelo compuesto ahora por infinidad de mugre y fluidos de dudosa procedencia. Su rostro adquirió una de esas sonrisas que son mezcla de pena y alivio y el color de su vestido subió hasta sus mejillas morenas.
No más alcohol para mí. Dijo.
Estoy de acuerdo.
Bueno, también las luces me cegaron un poco.
Supongo que sí, porque ese contoneo no es tan peligroso.
Entonces su mirada se convirtió en una señal de cuestionamiento, en una muestra de picardía y cierto escepticismo al no saber exactamente a qué me refería. O tal vez sí pero sin estar segura de mi atrevimiento.
Con todo respeto. Dije para suavizar la tensión y una sonora carcajada se escuchó cuando abrió sus labios, a mí parecer, demasiado finos para el lugar.
Gracias por el levantón.
De nada, si puedo hacer más por usted por favor hágamelo saber.
Sonrió y luego se alejó con el mismo ritmo con el que estuvo apunto de caerse. La vi llegar hasta otra mujer que mientras me miraba, le respondía cosas muy cerquita.
Algo inquieto fui directo a la puerta de salida y esperé. La gente comenzó salir con pasos diversos, con sensaciones que eran familiares y desconocidas a la vez pero la noche se encargó de ponernos a todos bajo un sentimiento de ensoñación. Era verano y la calidez se desplazaba por el aire, por la oscuridad y por las miradas que trataban de encontrar compañía. Cuando pensaba en algunas cosas de antes, como acostumbro, ella reapareció. Se detuvo en la puerta y yo sentí que me buscaba, así que me moví hasta que las personas que me cubrían dejaran de obstaculizar su visión y entonces se percatara de mi presencia. Cuando lo hizo no vi ninguna señal de satisfacción pero tampoco ninguna de repulsión y entonces me quedé a esperar algo, sinceramente sin saber qué. Ella dio unos pasos y luego se detuvo frente a mí, o probablemente yo me atravesé en su camino para hablarle de nuevo.
¿Puedo caminar un rato contigo?
¿Cómo sabes que voy a caminar?
Puede que sepa muchas cosas.
Me miró alarmada pero yo estaba tratando de sonreír y al mismo tiempo tratando de ser cómicamente malvado, levantando una ceja para parecer que también leía mentes o algo parecido y eso la hizo imitar a su vez una sonrisa falaz.
¿No me digas?
Sí te digo. Dije ahora haciendo una exageración en la pronunciación.
¿Y a dónde se supone que voy a caminar, eh?
Supongo que por estas calles; vas deambular pensando en lo que harás mañana o en porque ese güey que esperabas no vino hoy y pensarás que otra vez prefirió pensar en sus problemas y quedarse en casa para planear un futuro que sabes no va a  pasar porque sueña demasiado.      
Ah cabrón, ¿eres poeta o qué?
No, solamente estoy ebrio.
Pues déjame decirte que algo hay de verdad en eso que dijiste.
Lo sé. Y además, si me dejas, puedo decirte más cosas que te van a ser familiares.
Fijó su mirada en mis ojos supongo que tratando de encontrar alguna señal de alerta, alerta que afortunadamente no encontró porque decidida respondió:
Andando pues.
Se despidió de la amiga con la que la había visto cuchichear y empezamos a caminar sin dirección. Las calles nos recibieron placenteras y agarré un poco de confianza, la tomé por la cintura porque pensé le gustaría pero luego solamente me adueñé de su brazo derecho y aunque en un principio le costó trabajo acomodar su monedero en la mano que le quedó libre, al final supo cómo caminar mientras yo la sostenía “caballerosamente”. Enfilamos hacía las calles recién remodeladas; algunas eran ahora empedradas y eso me causó una sensación de pasado. Sentí que definitivamente el pasado era el que ahora se hacía demasiado presente. Las luces mercuriales también creaban cierto retroceso temporal que seguramente solo yo noté, ella únicamente se sentía cortejada.        
¿Cómo hiciste eso?
¿Qué cosa?
Hablar de cosas muy mías.
Eso es un secreto.
Esa clase de secretos no se me hace muy común, ¿acaso nos conocemos de antes?
Dime tú.
Se quedó mirándome un largo rato, mientras dábamos pequeños pasos y el calor de la noche nos acogía de forma plena. Llegamos a la avenida Independencia y la cruzamos en silencio.
No, yo no te he visto nunca. Continuó.
No, ni yo.
Entonces todo ha sido casualidad.
¿Eso crees?
Claro, ¿cómo te llamas?     
¿No sería más divertido si tratamos de adivinarnos los nombres también?
Hizo una mueca algo extraña, arrugando el mentón y mirándome como se mira a un chiquillo que ha soltado una bobería. Luego me respondió:
Yo no soy buena con las adivinanzas, para mi serías Juan y ya.
Eso me hizo sonreír.
Bueno, al menos deja que yo adivine el tuyo.
¿A poco te crees tan listo?
No se trata de eso, es más, ni siquiera lo voy a intentar ahorita. Voy a seguir tratando de encontrar otras cosas que te gusten y al final, voy a tratar de adivinar tu nombre. Luego yo te diré el mío.
Se detuvo de pronto y me miró sonriendo. Pensé que algo no le había agradado y justo cuando iba a disculparme dijo:
Ok, Ok. Me gusta el juego. A ver, ¿qué más vas a decir? 
Bueno, siguiendo con esto de la noche y casi madrugada, apuesto a que se te antoja ir a comernos un rico y picoso plato de menudo.
¡Eso es fácil! ¿A quién no le gusta hacer eso después de unos buenos pistos?
Bueno, bueno. Entonces también te voy a decir cómo te gusta comerlo.
Miré alrededor buscando un lugar donde pudiéramos saborear el mencionado platillo pero mi memoria no podía con tanto. Infinidad de cosas me venían a la cabeza y no atinaba a encontrar el lugar, una señal o mínimo algún rumbo qué tomar. Ella vio mi turbación y algo preocupada preguntó:
¿Qué pasó?
Nada, estaba haciendo memoria.
Con esto pensó que me refería al deseo de saber dónde encontrar un lugar para comer, cenar, desayunar o como sea que se le llame a alimentarse en las madrugadas y continuó.
Algunas cuadras adelante y luego para arriba hay un restaurantito muy bueno.
¡Ah sí! Ya me acordé. Dije de inmediato y ella me miró con aquella duda en la cara que me era tan familiar, como pensando si hablaba en serio o no. Las cosas dentro de mi mente no cesaban de pasar con velocidad abrumadora pero seguí caminando como si no sucediera nada. La contemplé y la noté pensativa, caminando sin ese contoneo que le conocí pero de alguna extraña manera encantadora.
Estás pensando en lo que harás mañana ¿verdad? En como se nos está yendo la vida y si merece la pena arriesgarse un poco aunque sea. Matrimonio, casa, un hijo tal vez.
Me miró esta vez con algo de terror y se paró en seco. Un automóvil pasó por la calle sobre la que permanecíamos quietos y el claxon con el que el conductor mostró su exaltación nos sacó de la incomodidad del momento.
¿Qué?
¿Cómo que qué?
Me encogí de hombros para hacerle saber que no entendía a qué se refería. 
¿Por qué me dices esas cosas?
No sé, a lo mejor te conozco un poco.
Esto no me está gustando.
No pasa nada, no te preocupes, soy inofensivo. Mira, ya casi llegamos.
Reanudamos la caminata y un silencio se nos atravesó pero yo lo rompí para hablarle de la ciudad, de lo diferente que se estaba volviendo hasta que llegamos a una pequeña fonda. El local estaba casi vacío, solamente dos parejas más estaban sentadas en las pocas mesas que eran cubiertas por manteles de hule amarillo con flores rojas. Ordenamos y esperamos casi sin intercambiar palabras. Cuando nos trajeron la comida ella hizo el ademan de comenzar a preparar su plato y entonces la detuve.
Espera, yo te lo preparo.
Se quedó quieta y me dejó hacerlo. Lo primero que hice fue ponerle suficiente limón, dos, completos. Luego bastante orégano, nada de cebolla y una cucharada de salsa roja.
Listo, ahora puedes sopear los trozos de pan y comerte solo los pedazos de carne que no tiene mucho cuero: las “panzas lisitas” y todos los granos de maíz. 
Comenzó metiendo pedazos de pan y luego llevándoselos a la boca mientras me observaba con demasiada atención. Comió como yo lo había previsto y no me quitaba los ojos de encima. Yo preparé mi platillo casi igual pero con bastante cebolla pese a cualquier posibilidad de un beso o algo más. Ella insistía con esa mirada que no lograba descifrar cómo era que le conocía tantas cosas, incluso algunos pensamientos. Le hice la mueca mezcla de maldad y comicidad y solo entonces sonrió y se relajó. Durante la cena, por decirle de algún modo, platicamos trivialidades pero en algunas ocasiones la sorprendí adelantándome a sus palabras y entonces esa mirada inquisidora volvía. Cuando terminamos pagué y le dije que la acompañaría hasta su casa. No se opuso y eso me generó una recarga de confianza, un aliento de había dejado de sentir algunos meses atrás.
Cuando estuvimos de nuevo en la calle la oscuridad ya no era la misma y le susurré:
Vámonos Jimena, ahí viene el amanecer y recuerda que no te gusta que llegue si estás vestida.
Se quedó muy quieta y muy seria. Pude ver un rastro de decepción en su cara antes de decir: me llamo Fabiola. Luego la vi alejarse otra vez pero ahora sin mirar ni un segundo hacía atrás.