A Dominga no le gustaban los domingos. Desde
que enviudó, cinco años ya, aprendió a odiarlos y a vivir con su soledad, el
desasosiego y la caridad ajena. El pueblo la creía loca pero ella solo quería de eso que llamaban
amor pues su matrimonio había sido nada más un negocio familiar que, a fin de
cuentas, no prosperó para nadie en particular. Por eso, sin falta, cada día
siete de la semana hacía el amor con lo que fuera. Tuvo amoríos con frutas y
verduras, escobas, plantas e infinidad de enseres mayores y menores hasta el
domingo pasado que encontró la vieja escopeta de su difunto marido y un orgasmo
final con la bala que le entró por la vagina.
Un orgasmo de ésos que te mueres... Qué maravilla.
ResponderEliminarLo imagino mejor que el sexo con tubérculos, pues.
Un saludo.
(: