Juan Vicente Melo:
La obediencia Nocturna (fragmento).
Cuando
entro en el cementerio suena una campana. Me detengo, sorprendido. Un ataúd avanza
lentamente seguido por cuatro mujeres viejas. Sus rostros ajados están
cubiertos por afeites que resbalan con el sudor. Caminan con pasitos
tambaleantes, sosteniéndose unas a otras. De trecho en trecho, se detienen,
respiran profundamente, se arreglan los sombreros, el cabello grisáceo, las
machas que caen o se revuelven, las faldas. Luego, dan una carrerita y siguen
al ataúd. Sus gemidos, sus voces se confunden con el lamento de la campana.
Empiezo a llorar. Veo cómo se detienen, al fin, sofocadas por el calor y el
esfuerzo. Veo cómo desciende el cajón negro. Las veo, inclinadas arrojando
flores marchitas, fotografías, reliquias, en el agujero. Tratan de contener los
sollozos. Se ha ido —dicen en coro—, se ha ido y nos ha dejado solas. ¿Quién de
nosotras nos abandonará primero? Eso nos preguntamos todos los días después de
persignarnos, desde hace ya no sabemos cuántos años. Se murió primero ella, la
más olvidada del mundo. Las mujeres regresan después de echar la última mirada a
la tierra que se amontona tontamente. No tuve tiempo de esconderme y las
mujeres me han visto que estoy llorando. Era una gran artista —eso dicen, en
coro—, la mejor artista del mundo. Pero ya nadie se acuerda de ella. Rece usted
por ella. Rece usted por la salvación de su alma. Solicite usted el eterno
descanso de ella. Yo, siento una gran vergüenza.
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