Caminaba
entre las sombras y las formas de la ciudad presuroso, persiguiendo el espacio
inmediato como señuelo y disputándoselo a lo incierto. Caminaba por las calles,
dispuesto y apegado a su plan con la esperanza de que no cambiara en el último
minuto. La imagen de esa parte de la ciudad aparecía en su cabeza fijamente y recordaba,
mientras ejecutaba un misterioso caminar, cada esquina, cada poste de luz y
cada teléfono público. También los pocos comercios y algunos autos que
simulaban ser testigos mudos o más bien cómplices risueños. Paso a paso revivía
un instante practicado muchas veces; ensayado a conciencia y a pesar de que no
había público, los nervios en esta ocasión definitiva eran infinitos.
Había dejado de escuchar las voces que nacieron unos
años antes, en un lugar que nunca conoció pero donde le habían dicho, una
muerte había sucedido. Un lugar que desgraciadamente no recuerda pero que se
puede suponer cercano al odio, al dolor de perder un pedazo del futuro. Esas
voces que provocaban una sensación parecida a la que genera ver ciertos bichos,
ciertos animalillos rastreros que dejan en el cuerpo, minutos después u horas
incluso, la sensación de recorrer el cuerpo y sentir entonces la necesidad de
revisarlo y ver que no hay nada en la piel pero sentir el recorrido de un
pequeño ser causando una inquietud, un cosquilleo que crea ganas de amartillar
esa parte del cuerpo cuando las uñas ya desgarraron la epidermis. Y luego
encogerse, abrazarse para ahuyentar el estremecimiento. El temblor. El
escalofrío. Las voces.
Pero esta noche todo había quedado atrás, ahora
sobrevivían las estrellas: millones de luces en el cielo que formaban
constelaciones que tienen nombre o al menos lo tuvieron alguna vez.
La residencia lo recibió de pronto. Sus ojos
encontraron sorpresivamente rápido el domicilio al que la noche debía llevarlo y
cobijado por una oscuridad abrumadora y una decisión desconocida por no saber exactamente fluye, sacó del
bolsillo de su chamarra de cuero negra una ganzúa; forzó la cerradura, abrió la
puerta del enrejado y entró en el patio frontal. Cerró inmediatamente después y
corrió hasta la puerta principal. Sin perro y sin alarmas, reutilizó la ganzúa
y entró en la casa vacía. En el segundo inmediato sintió el aire viciado. La
oscuridad era casi la misma que la exterior. De hecho todo lo sentía similar a
algo del pasado con excepción de los muebles y los enseres menores que
mostraban una calidad de vida muy alta: parecían rozar la felicidad. A pesar de
saberse solo por completo un intenso malestar le paralizó las piernas y le
aceleró el ritmo cardiaco sin razón aparente. ¿Era una ausencia o una
presencia? ¿Era lo pasado que volvía o se hacía más allá? No lo entendió y en
realidad nunca lo supo. Quiso escuchar y aguzó el oído pero el miedo de que
las voces regresaran lo detuvo de inmediato. Sin embargo, esa inmovilidad cedió
ante la duda de la existencia de una duda y con los primeros pasos su pecho
caminó el mismo recorrido que sus pies sin saber que llegaría a un lugar
distinto, sintiendo que en cada movimiento su pecho albergaba un órgano y una
sensación cercanos al paroxismo. Con las piernas y todo el cuerpo temblando
empezó a reconocer ciertos fantasmas. Traspuso la sala y entonces le
sobrevolaron recuerdos. Pasó por el comedor y llegó hasta la cocina para
cerciorarse del juego macabro que le tendía la vida pues conocía la disposición
de los muebles, sus colores y la familiaridad que la mayoría de ellos le
obsequiaba. La inquietud fue creciendo y parecía que aun las suposiciones eran minúsculas,
inútiles. La sensación de reconocer algo en el aire sin saber qué o por qué lo
desconcertaba y todos sus sentidos coincidían en que ahí existía algo que
alguna vez le perteneció. Confundido, regresó hasta el inicio de la escalera y
mientras subía, contó el número de escalones que ya conocía. Con ardor en la
sangre llegó a la recámara principal. No se sorprendió por lo que sentía ni por
lo que ahora le llegaba hasta sus ojos y se le internaba, nuevamente, en el
cerebro. Ese dormitorio ya lo conocía; la cama, el armario, los burós y hasta
la sobrecama ya estaban en su memoria. La sorpresa capital le alcanzó peor que
un mazo en pleno rostro al encontrar sobre uno de esos burós una fotografía en
la que su esposa, muerta seis años atrás, abrazaba a un tipo rubio y uniformado
mientras un par de niños los celebraban con sus pequeños brazos. En su cabeza
las preguntas se agolparon y unas a otras se restaban valor, interés o lo que
sea que el espasmo permite. Con el golpe de eso que parecía ser un recuerdo o
un descubrimiento quimérico se olvidó de todo como se había olvidado del tiempo
transcurrido desde que entró en esa casa y no escuchó el aullido de las
sirenas. Algún vecino había llamado a la policía y ahora dos agentes entraban
para llevárselo. Lo sobajaron y esposaron; lo sacaron a rastras y lo subieron a
la patrulla.
—Está
loco, con esa mirada perdida parece que oyera voces —indicó uno de ellos. Él no dijo
nada, no fue capaz de articular una palabra para decir que ahora escuchaba
solamente risas.
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